sábado, 17 de marzo de 2012

Relatos de Africa (I): La conjura

Hoy, sábado 17 de Marzo, excelente mañana, algo fresca, con claros y nubes. La tarde, soleada con temperaturas agradables. 

De mis relatos de Africa ( Aún sin publicar)


A los habitantes de aquella ciudad no les resultaba extraño oír soplar por la noche al escaso y cálido viento que venía del sur. Parecía que se había adueñado de las callejas un silencio inusitado que podía resultar más pesado que el respirar sofocante de la arenilla del SIroco. Nadie pudo predecir que esa noche, precisamente esa noche, debía ser la que estaba destinada al sacrificio.


Se reunieron en la plaza en un rincón apartado al que no llegaba la escasa y mortecina luz de las farolas, junto a la mezquita, bajo el alminar. La conjura se había tramado días atrás, cuando la capacidad de aguante y de resistencia habían llegado al límite. Todos estaban convencidos de que su actuación era necesaria y justa. No cabía duda ni vacilación posible. Les dejaba una tranquilidad nunca sentida con anterioridad saber que los hechos pasados no se iban a volver a repetir. 


Se recordaron unos a otros cuál era el cometido específico al que cada uno se había comprometido. Sus chilabas oscuras ocultaban sus cuerpos morenos y las gumias envainadas  sujetas a su cintura. Cuando se le viera subir desde el fondo de la calle que comienza en el río, seco por la ausencia de lluvia, cada uno debería apostarse en el lugar prefijado de antemano: uno en la esquina totalmente a oscuras del comienzo de la calle que comunica con las cábilas; otros dos deberían apostarse a la altura del Casino de Oficiales por si intentaba esconderse o protegerse en el porche cuando se sintiese acosado; dos más al final de la calle del mercado por si le daba tiempo a llegar hasta allí, aunque difícilmente podría conseguirlo. 

Parecía que nunca se iba a producir el momento en que apareciera, allá, a lo lejos, por el fondo de la calle, subiendo desde el cauce del río seco. Estuvieron a punto de desistir y mandarlo todo al garete. Pero no fué así. La necesidad y el hambre eran más fuertes que su instinto de conservación. 
La luna se asomaba ya por detrás de las tabaibas del alto del Burrán, deslizándose cuesta abajo dando una nueva vida a los cactus de los caminos que desde la ciudad subían hacia el monte. Se reflejaba sobre la media luna metálica de lo alto del minarete de la mezquita iluminando vagamente el suelo arenoso de la calle. 
Por fin apareció abajo, al fondo. Las piernas y las manos, débiles por el ayuno obligado, apenas le permitían tenerse en pie. Miró hacia lo alto de la calle, olfateó el aire cálido de la noche, sintió que un ancestral sentido le advertía de algún peligro inminente. Se dió la vuelta e hizo ademán de volver corriendo hacia el río seco. Le fallaron las fuerzas y quedó tumbado,exhausto, en medio de la calle iluminado por esa luna que se colaba entre las paredes blancas de dos casas. 

La correspondiente precaución hizo que cada uno de los emboscados, empuñando sus dagas aún bajo las chilabas, lo observaran allí tendido en el suelo y, precavidos, no se atrevieron aún a acercarse hacia él. Podría decirse que estaban petrificados por el miedo. La voz de uno de los emboscados les conminó para que, todos a la vez , corrieran y se avalanzaran sobre él para que le fuera imposible escapar. Al llegar a su altura, con las gumias desenvainadas agitándolas a lo alto y dispuestas al ataque conjunto final, se pararon súbitamente al encontrar en el suelo dos ojos sanguinolentos que parecían querer salir de sus órbitas, una boca entreabierta con largos colmillos babeando espuma, unas manos  y patas esforzándose para poder ponerse en pie y un ronco, tenue y último ladrido que todos interpretaron como una última despedida del feroz perro rabioso.



Frase del día:
"La Naturaleza es tan sabia que adivina cuándo debe prescindir de uno de los suyos"

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