sábado, 23 de febrero de 2013

Mis fiestas y verbenas (II)

Extracto de mi novela "Sinfonía en Re..cuerdos de mi niñez", aún sin publicar


Otra de las fiestas en las que, como ya he dicho, participaban mis vecinos y los vecinos de los barrios colindantes eran las de casi una semana de romería que comenzaba el 18 de Julio, día del alzamiento de las tropas franquistas contra la República. No se trataba de una romería a una ermita. Era una romería sin patrón: una semana de descanso que se llegó a institucionalizar a nivel de zona, como posteriormente se institucionalizaría, a nivel nacional, la obligada huída a las playas que dio al traste con tantas y tantas otras romerías como la nuestra, con o sin patrón.

La nuestra era, por lo peculiar, distinta a las del resto de España e, incluso, de Madrid. Nuestros romeros eran, en su mayoría, de una clase social y laboral que llegaría a extinguirse: los traperos. Cierto es que entre mi vecindad, a excepción de “la Sabina”, prácticamente nadie era trapero.
Los traperos estaban afincados preferentemente en los barrios de “La Ventilla”, “El Cubillo”, “El Quemadero” y algunos en Peña Grande con sus traperías situadas en torno a las márgenes del arroyo de la Veguilla. Cumplían un servicio que no cumplían otras instituciones que posteriormente lo asumieron como propio. Recogían la basura de las fincas de vecinos y de los bares y casas de comidas del centro de Madrid sin pedir sueldo alguno a cambio. Concertaban, por medio de los porteros o los presidentes de las comunidades de vecinos, un “contrato” verbal por el que se comprometían a recoger los desperdicios de las fincas contratadas poniendo ellos mismos cuanta infraestructura para la recogida y el transporte se precisaba. Recogían las basuras diariamente y las transportaban hasta el lugar en que tenían la trapería. A veces descargaban por el camino parte de la basura que no iban a poder aprovechar con lo que, tras volcar el carro y hacer la adecuada selección, dejaban las orillas de los caminos llenas de montones hediondos cuyos malos olores sólo conseguían mitigar las lluvias y el paso del tiempo. Los aledaños del Camino del Chorrillo y del Camino de Peña Grande eran vertederos extraordinariamente aptos para la cría y recebo de numerosas agrupaciones de descomunales ratas.
Debíamos sufrir todos, mis vecinos y yo, el olor que ascendía del fondo del arroyo al descomponerse en verano los productos orgánicos. No era posible que existiera una normativa municipal al respecto porque, si existía, resultaba ilógico que, impunemente, nadie hiciese caso de ella. Tampoco parecían estar muy abiertos al diálogo con los vecinos para que se encontraran soluciones a los vertidos. Por este motivo resultaba extraño ver a algún vecino que ayudase a los traperos a desatascar las ruedas de sus carros hundidas en el barro tras unas fuertes lluvias y era lógico que los chiquillos impidiesen el paso de los carros cuando, tras una fuerte nevada, hacían rodar, desde lo alto de los cerros hasta el camino por donde pasaban, enormes bolas de nieve que tenían que mover con palancas hasta poderlas bordear. Sus beneficios, verdaderamente pingües, eran los que podían extraer de la busca entre los desperdicios de productos orgánicos que les pudieran servir para alimentar a sus animales de corral y los inorgánicos que podían separar, catalogar y vender a chamarileros y chatarreros. Por eso las traperías, además de almacén de cartones, trapos y chatarra, eran vivienda, granja y pocilga.



 A media tarde del día 16 comenzaron a bajar los carros de los traperos. Algunos semejaban verdaderos carruajes de la clase alta, gustosamente engalanados, como tartanas tiradas por caballos briosos enjaezados con arreos de remaches y adornos y campanillas de bronce. Otros iban adornados con flores y guirnaldas a modo de arcos sobre soportes de flejes de acero sujetos a una y otra barandilla del carro con cuerdas.
Venían agrupados por familias o clanes. A pie, precediéndole o siguiendo al carro, se desplazaban los adultos y los jóvenes. Las embarazadas, los ancianos, los niños de pecho y los pequeños que se habían cansado ya, iban subidos a los carros encaramados sobre las lonas, mantas y demás bártulos con los que iban a construir la infraestructura de su campamento al borde del río. Los hombres llevaban el torso desnudo y las mujeres, a pesar del calor, se habían enfundado faldas largas y blusones e iban tocadas con pañuelos negros o de colores muy chillones anudados sobre la frente o debajo de la barbilla. 
Se confundían las voces que arreaban a las mulas, las de los más entonando canciones que acompañaban con palmas y el sonar de los panderos, los grititos de los niños y el rebuzno de algún que otro asno estimulado genitalmente por el olor de la burra o mula en celo que iba delante. Mientras pasaban y cuando ya se iban alejando levantaban una estela de polvo de un olor acre, mezcla del sudor de las personas y de los orines y las defecaciones de las caballerías.
El desfile de carruajes continuaba durante toda la tarde y durante toda la noche. Resonaba en nuestras casas esa alegría bulliciosa de una romería que acaba de comenzar y que supone un merecido descanso, un paréntesis y un alto en el quehacer fatigoso de los meses de verano.
El desfile de carruajes continuaba durante toda la tarde y durante toda la noche. Resonaba en nuestras casas esa alegría bulliciosa de una romería que acaba de comenzar y que supone un merecido descanso, un paréntesis y un alto en el quehacer fatigoso de los meses de verano.

Al llegar a las márgenes del Manzanares, la caravana comenzaba a separarse, buscando cada familia el emplazamiento que le parecía el más idóneo y que año tras año, con muy pocas excepciones, habían venido ocupando. La mayoría emplazaban sus carpas, sombrajos, tiendas o chiringuitos en la margen izquierda del río por ser ésta la más cercana a la carretera y la que posee explanadas más amplias, aunque más desprovistas de arbolado. Algunos, buscando justamente el arbolado de encinas y los matojos, jaras, matorrales, juncos y bejucos de la ribera, vadeaban el río para instalarse en la margen derecha o en algún islote cercano a una poza. Solían ser familias que preferían aislarse del resto de los romeros. Conocían el vado por el que pasaban el carro tirando de él grandes y chicos, aunando sus esfuerzos y empujando de los radios de las ruedas para ayudar a las caballerías.
En la mañana del 17 y, mucho más, en la del 18, todo el río era una verdadera fiesta. Los campamentos se habían ido extendiendo desde la “finca de la marquesa”, frente a la carretera que sube al Palacio de la Quinta hasta las caballerizas del cuartel de la Guardia Mora del Caudillo, situadas ya en el mismo casco urbano del Pardo en su esquina Noroeste, junto al río. Los que conocían más el río habían ido a acampar, bordeando la tapia este de los jardines del Palacio, sobre las amplias explanadas que se extienden desde los últimos cuarteles hasta los meandros que forma el Manzanares frente al poblado de Mingorrubio, ya junto al cementerio.

La algarabía, las danzas, las palmas, los juegos de cartas a la luz de un candil por la noche, bajo las mantas y lonas que forman las tiendas a modo de jaimas, continuaban día y noche. El río estaba vivo. Se sentía vivo con el chapoteo de los más pequeños en sus orillas y con las risitas pícaras de las adolescentes que se quedabann absortas contemplando los torsos musculosos o escuálidos de los jóvenes intentando bracear en alguna de las pozas del río. Ellas se paseaban contoneándose por la orilla exhibiendo un busto que se habían apañado rellenándose con trapos las cazoletas del bañador que les venían grandes. Algunas ya bien formadas sin hacer uso alguno de rellenos, reían a carcajadas sabiéndose observadas y deseadas.
Las parejas habían buscado un rincón apartado que, por muy poblado que estuviese el río siempre se encontraba, y en el que podían mirarse embelesadas y acariciarse experimentando, posiblemente por vez primera, las sublimes sensaciones de un paradójicamente refocilante amor nuevo.
Esta romería suponía para mi madre y para mí algo completamente diferente. Podíamos conseguir en dos o tres días unos cuantos duros en pocas horas de jornada. Eran unos duros que era “duro” conseguir. Mucho más duro que la venta de tomillo y romero el día del Domingo de Ramos en la puerta de la iglesia de San Antonio de la calle de Bravo Murillo para lo que yo solamente tenía que pregonar: "¡Tomillo y romero…!, ¡Que están florecidos…!" y ofrecer un ramito a las señoras que iban a los Oficios perfectamente vestidas y tocadas con su velo de encaje.

A la romería bajábamos con cuatro botijos. Dos llevaba mi madre y yo otros dos. Desde casa hasta el río los llevábamos vacíos, colgados al hombro, uno delante y otro a la espalda, ensartados por el asa en los ganchos de varilla de hierro bien atados a los extremos de una cuerda. Bajábamos andando, aprovechando el fresco de la mañana, siguiendo el mismo camino que los carros, atajando a veces por alguna senda para ellos impracticable, entre jaras, chaparros, matojos y majuelos o zarzamoras.
Al amanecer el monte del Pardo huele distinto. Huele a fresco, a resina, a jara, a tomillo… La llegada al río la hacíamos, una vez pasada la “finca de la marquesa” cuya alambrada se extendía paralela a la carretera, por una senda practicada en un terraplén de no muy pronunciada inclinación. Allí se encontraba la fuente: una fuente de agua potable a la que, cada vez que se vaciasen los botijos, debíamos volver para llenarlos de nuevo.

En la fuente descansábamos un momento y mi madre me explicaba la estrategia que debíamos seguir. Iríamos los dos juntos o muy poco separados el uno del otro. Cuando uno de los dos debiera pararse porque alguien pidiera agua, el otro debía adelantarse un poco y esperar o bien ofrecérsela a alguna de las familias que estuviesen cerca. Nunca debíamos cobrar un precio fijo sino solamente aceptar lo que buenamente nos quisieran dar por poco que fuera. Llenábamos los botijos hasta que el agua rebosara por el pitorro y comenzábamos a andar ribera izquierda arriba desde Somontes hacia el Pardo.
A la ida, no queríamos pregonar el agua por no ser imperiosa la necesidad de beber tan poco entrada la mañana. La idea era situarnos lo más alejados posible de la fuente para que, hacia las doce, cuando comenzase a acuciar la sed tras los primeros chapuzones y bocadillos, deshacer el camino andado y ofrecer, pregonando, nuestro producto:
•  ¡Agua fresca…!. ¿Quieren agua…?. ¡Fresquiiita el agua…! – repitiéndolo, casi gritando, una y otra vez.
Nos llamaban de algún que otro chiringuito.
•  ¡Eh, chaval…! .
Y yo corría al lugar y les alargaba el botijo para que bebieran mientras continuaba pregonando:
•  ¡Fresquiiita!. ¡Fresquiiita el agua…!
Me resultaba más sencillo así, hablándole al aire, hablándole a todos sin hablarle a nadie en concreto. Se servían bien servidos todos los de la familia, hasta la propia abuela desdentada que quería chupar del pitorro y a la que mi madre le tenía que advertir…
•  ¡Abuela, que no chupe…!, ¡Que tienen que beber los demás…!
Había a quienes la observación no les agradaba y nos devolvían el botijo con un gesto despectivo. Yo recogía el botijo y los diez o quince céntimos que esta clase de clientes nos solía dar. Cuando ya nos encontrábamos a una distancia prudente pero desde la que no nos podían observar, mi madre y yo, cuando lo aprendí, levantábamos el botijo bien alto, si la vieja había bebido, y lo vaciábamos repitiendo mi madre muy enojada y en voz alta:
•  ¡Todo un botijo estropeado por la señora ¡.
Y es que, ya en la fuente de nuevo, había que enjuagarlo bien y limpiar debidamente el pitorro que había chupado la vieja.
No todos los clientes eran así. A algunos se les notaba diferentes, con más clase. El modo en que habían montado la tienda, la manera de aprovechar su ocio leyendo o charlando sin levantar excesivamente la voz eran indicios inequívocos de que se trataba de personas de un talante diferente. A mí me gustaban más éstos, aunque me molestaba la manera en que me observaban. Estábamos trabajando, ofreciendo un servicio pero, de ninguna manera pidiendo limosna. Ellos ponían precio a nuestra tarea y no nos importaba porque no podía ser de otro modo. Cuando ya nos conocían, según iban pasando los días de la romería, algunos nos alquilaban uno o dos botijos para la comida. Mi madre hacía un cálculo aproximado de lo que podíamos sacar por un botijo vendiéndolo poco a poco y ellos, regateando siempre un poco, nos lo pagaban, exigiéndonos, eso sí, que se lo trajésemos muy fresquito. Aunque nos dieran menos no importaba, porque, al ir más ligeros de peso, nos permitía hacer más viajes con los otros dos que nunca alquilábamos por lo que el rendimiento económico era mayor.
A la hora de la siesta, la actividad disminuía. Tras una abundante comida regada con mejor o peor vino, los adultos se escondían bajo el sombrajo y pronto les invadía un sueño reparador. Era el momento en que también a nosotros nos estaba permitido descansar. Nos acercábamos a la orilla del río con los botijos que no habíamos alquilado, sacábamos de la mochila que mi madre llevaba a la espalda el pan, la longaniza, dos o tres tomates y algún pepino, un puñado de sal arrebujado en un papel de periódico y una navajita. Nos refrescábamos un poco metiendo los pies descalzos en el agua del río y, lavándonos la cara, nos sentábamos en el suelo para comer. Sobre una servilleta de cuadros poníamos los tomates rajados espolvoreados de sal. Los pepinos los pelábamos en el momento en que nos los íbamos a comer dejándolos hasta entonces en una pocita que hacíamos a la orilla del río y que rellenábamos de agua para que se conservaran frescos. En poco tiempo dábamos buena cuenta de todo. Nos tendíamos en el suelo y descansábamos lo suficiente para continuar por la tarde pregonando de nuevo el agua fresca de nuestros botijos. Hasta que llegase ese momento, era gratificante sacar, yo de mis bolsillos y mi madre de su faldriquera, las monedas pocas o muchas que habíamos recaudado.
Todos mis recuerdos de estas romerías son excelentes. Solamente guardo uno desagradable de una de esas cortas siestas a la orilla del río después de la comida de una mañana de mucho ajetreo. Estábamos tumbados sobre el suelo cuando, al otro lado del río, apareció un hombre de edad madura, posiblemente sesentón. Se sentó frente a nosotros. Llevaba el torso desnudo y un calzón de color azul clarito y de pernera ancha. Estaba sentado de tal modo que por una de sus perneras se le veían, fláccidos, los testículos y el falo. No habría tenido importancia si no es porque comenzó a chistarnos toqueteándose sus partes y haciéndole ademanes a mi madre sugiriéndosele. A mí me parecieron un verdadero insulto.
•  ¡Tío guarro!, ¡cerdo!. ¿No ve que hay criaturas? – le increpó mi madre.
El hombre respondió con una sarta de insultos que prefiero no repetir porque, en aquel momento y ahora mismo que los recuerdo, me resultaron degradantes, impropios de una persona civilizada. Despertaron en mí un furor tal que cogí unos cantos y comencé a apedrearle. No sé si le acerté con alguno. Repentinamente, y sin dejar de increparnos ahora a los dos, se bajó del terraplén en que se encontraba e hizo ademán de cruzar el río con la intención de agredirnos. Unas voces que no eran las nuestras le volvieron a increpar.
•  ¡Cerdo!, ¡atrévete!.¡So guarro! ¡Anda, cruza!.
Miré hacia atrás y vi a una pareja que debía haber contemplado la escena y oído los insultos. El muchacho tenía en las manos un garrote.
•  ¡Cerdo, más que cerdo! –seguíamos repitiendo todos mientras se iban acercando más curiosos.

Chillando y arrojando nuevos insultos, se alejó ribera derecha abajo hasta que desapareció de nuestra vista.
Aquella tarde estuvimos más nerviosos por si, en represalia, nos venía a buscar acompañado de alguno de sus posibles familiares. Por eso nos marchamos antes de que cayese la tarde, regresando a casa por otras veredas que para mí, hasta ese momento, me eran desconocidas.
El final de la romería y la vuelta de los carros a sus traperías y al tedio de la rutina diaria era la cruz de la moneda. Se hacía realidad el dicho popular que refleja el desencanto de lo que ya ha acabado, haya sido o no gratificante:“¿A dónde vais?, ¡A los toros!… ¿De dónde venís…?”.

Para los humildes conseguir el pan les supone un esfuerzo diario. Pero no arredra la dificultad a ninguno de mis vecinos. Ya lo ha podido comprobar el lector.
Si difíciles son los momentos actuales, tanto o más lo eran aquéllos de la postguerra sobre todo para los habitantes de los suburbios. Posiblemente en el centro de Madrid se podría medrar o, por lo menos, se estaba más cerca de las oportunidades de trabajo que se pudiesen presentar. A mis vecinos hasta esto les estaba vedado. Quizás por su propia situación de vecinos del extra-radio o, porque el complejo que produce la inoperancia continuada llega a hacerse epidémico.