martes, 19 de febrero de 2013

Mis fiestas y verbenas (I)

Tras un largo paréntesis sin publicar en mi blog vuelvo a la tarea de seguir contándoos  mis recuerdos, mis experiencias y mis opiniones actuales.
Espero que acojáis estos nuevos relatos con el mismo interés que los anteriores.

Extracto de mi novela "Sinfonía en Re..cuerdos de mi niñez", aún sin publicar




Si le dijera al lector que yo, “La Tacona”, tengo tan pocas cosas que no tengo ni siquiera unas fiestas en honor de un determinado patrón, es muy probable que no se lo creyera. Por muy poca cosa que uno sea, al menos se debe poder disfrutar de unos festejos propios. Pues…, ¡nada!. Mis vecinos y yo nos tenemos que conformar con ser meros espectadores del jolgorio organizado por los demás. Claro está que también tiene su lado positivo porque, si tuviésemos nuestras fiestas, nos deberíamos a ellas y tendríamos la obligación de cumplir. Así, no es necesario. Podemos disfrutar de todas las fiestas de los alrededores.

Cuando el barrio del Pilar no se había construído aún, nos uníamos a la algazara de los barrios de Tetuán, Peña Grande y de las fiestas comunes, con paga extraordinaria incluída para los asalariados, que se celebraban con motivo del 18 de Julio en toda España. Los meses con mayor cantidad de fiestas son Junio, Julio, Agosto y Septiembre. El barrio de Tetuán celebra sus fiestas a finales del mes de Junio con motivo de la festividad de la advocaión de Nuestra Señora de las Victorias; Peña Grande, en el mes de Agosto coincidiendo con la advocación de una Virgen tan castiza y madrileña como la de “La Paloma” y todos los barrios de la zona y de todo Madrid celebran, con una romería al Manzanares, las del 18 de Julio.
Ahora, la que nos resulta más cercana es la fiesta de la Virgen del Pilar, allá por el mes de Octubre. 

Debía ser viernes, porque era el día que nosotros siempre hemos considerado el más idóneo para cualquier extra, especialmente si se trataba de acudir a lugares en los que se podía congregar gran cantidad de asistentes. 
Nos arreglamos al caer la tarde y, sin merendar, nos dirigimos por la calle Villaamil arriba, atravesando el descampado de la Almenara y cruzando por debajo de los ojos del canalillo hasta alcanzar el final de la calle del Marqués de Viana. Ibamos a la verbena que celebraba el veintinueve de Junio las fiestas de Tetuán en honor de sus patronos San Pedro y San Pablo y de su patrona Nuestra Señora de las Victorias..
Ya desde el comienzo de la calle se podía apreciar el olor a la fritura de chicharrones, gallinejas, entresijos y mollejas.
Regentaba el puesto de este tipo de frituras un hombre tan delgadito que, cuando se subía sobre un cajón para echar a la enorme sartén los productos que se le pedían o para recogerlos, se temía por un posible accidente que diera con sus huesos en el interior del aceite hirviendo.
Mi madre se pidió un cucurucho de chicharrones. Cuando flotaban, bien dorados, el delgaducho los recogió con una espumadera de alambre de círculos concéntricos y, con una peculiar destreza, los fue volcando sobre el cucurucho de papel de estraza, rociándolos después con abundante sal de la contenida en un bote mugriento de chapa transformado en salero industrial. Pagó mi madre el real que costaba el cucurucho y me lo ofreció, alargándomelo para que comenzara a comer, cosa a la que yo me negué rotundamente. Los chicharrones le duraron justo hasta llegar a la altura de la calle del Gladiolo, cerca de la cual había una fuente pública de la que bebió agua hasta embazarse, empujada por la sed que le produjo la gran cantidad de sal de los chicharrones. Cuando, al finalizar Marqués de Viana, desembocamos en Bravo Murillo, pude escuchar esa confusa amalgama de ruidos, música y vocerío de los feriantes que se mezclaban en el aire con el olor a fritura de churros y a chorizos y pinchos morunos asados sobre brasas.

-Ya estamos llegando a la verbena - me dijo

Era  obvio.
Y, en efecto, situadas sobre la explanada de la ya inexistente antigua plaza de toros de Tetuán de las Victorias se veían, iluminadas y ruidosas, las casetas de la feria.
Mis casetas preferidas eran las del tiro al blanco con escopetas de aire comprimido, con corchos como proyectiles, a cuyo impacto debía abatir diferentes objetos de mayor o menor dificultad para obtener algún premio. Eran estos premios naderías: mariposas, escudos o copas, pintadas sobre un cartón y decoradas con escarcha de colores. Me llamaban la atención por su brillo y me hacían sentirme importante cuando me las prendía en la camisa con su alfiler, como si de condecoraciones se tratase. La parada en todas estas casetas era obligada. En todas y cada una me gustaba disparar y de todas me solía marchar, desilusionado y sin trofeo alguno, a no ser que el feriante me lo regalara. La verdad es que era bastante torpe.
Admiraba a los que hacían gala de su fuerza con el mazo o con el cohete que ascendía por un monorraíl hasta hacer que explotara un detonante que acreditaba al que lo conseguía como uno de esos exhibicionistas forzudos de turno. A mi madre le gustaba más pararse en los puestos de churros y yo la obligaba a que lo hiciera también en los de nubes blancas y rosadas de algodón de azúcar. Eran chucherías que me encantaban y que me solían producir algún que otro retortijón de tripas. Los sorbitos de los chupitos de prueba del vinillo dulce o del anisete de la caseta del “Tío de la Bota”, adornada de botas de vino y servida por un vinatero gordinflón y coloradote, hacían mis delicias.
Cuando anochecía era cuando la feria alcanzaba su máximo esplendor. Las luces de los caballitos del tiovivo, centuplicadas, al girar, por los destellos despedidos por los cercanos espejos; el güitoma con los ruidos de las cadenas al entrelazarse y chocar sus asientos de chapa unos contra otros; las risotadas y alguna que otra imprecación malsonate o insulto de los conductores de los coches de choque –para mí aún prohibidos- y esa ensordecedora mezcla del vocerío de charlatanes y feriantes anunciando sus productos y atracciones suponían el aliciente más fascinante de la feria. 



Pero, para nosotros, era ésa la hora en que teníamos que pensar en comenzar a abandonarla. El camino de vuelta a casa era bastante seguro hasta llegar al puesto de los chicharrones por estar iluminada la calle con alguna que otra farola pero, desde allí hasta llegar a las primeras casas de la calle de Villaamil, estaba el descampado de la Almenara tan solitario y oscuro que era temerario cruzarlo sólos de noche.
Volvimos a cruzar, ya de vuelta, los ojos del canalillo. 
La luna, completamente llena y situada a nuestras espaldas, proyectaba nuestras sombras hacia delante. Apresuramos el paso casi instintivamente sin causa aparente alguna. De pronto, a nuestras espaldas, oímos que otros pasos que no eran los nuestros se apresuraban también a la par que nosotros lo hacíamos. Sonaban detrás, bastante cerca. Mi madre y yo, sin cruzar palabra y sin mirar hacia atrás, comenzamos ambos a correr. Yo que era un niño y mi madre, aún joven, corríamos como diablos. Los desconocidos comenzaron a correr detrás de nosotros. 
Estábamos en la mitad del descampado y cada vez los sentíamos más cerca. Cuando ya casi podíamos ver sus sombras cercanas a las nuestras, frente a la pequeña presa que se formaba en “el Chorrillo” de la Almenara, aparecieron por el final del descampado las figuras de dos hombres que venían de frente hacia nosotros. Podían ser dos compinches o bien -¡ojalá fuera así!- dos posibles vecinos que subieran hacia la verbena. Quienes nos perseguían se pararon y emprendieron la huída hacia el terraplén que ascendía hasta la parte alta del canalillo.
Llegamos a la altura de los vecinos aún con el aliento en la boca. Les contamos nuestro miedo.
•  Esos os han seguido desde la verbena, nos dijeron. Sabe Dios lo que pretendían,
Uno llevaba en la mano una garrota y el otro cogió del suelo una piedra que apenas podía abarcar con la mano.
•  ¡A ver si se atreven…! –gritaron para que les oyeran si aún podían oírles.
Dieron la vuelta y nos acompañaron hasta las primeras casas de la calle de Villaamil ya con una ,aunque escasa, suficiente iluminación y ellos volvieron a emprender de nuevo el camino hacia la verbena, bien pertrechados ya de la garrota y de una rama arrancada de un árbol convertida en una considerable estaca.
Cuando llegamos a casa a mi madre le temblaban las piernas. No hicimos comentario alguno. Pensé que lo mejor habría sido volver cogiendo un taxi pero no se lo reproché. Lo que yo no sabía es que no quedaban en la faldriquera de mi madre, debajo del mandil, nada más que dos reales.



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