A los madrileños se nos
llama gatos y no es porque nuestro modo de comunicarnos sea por medio
de maullidos. No maullamos. No señor. De vez en cuando hablamos
gritando o vociferando o hablando bastante más alto de lo normal.
Pero maullar, lo que se dice maullar como un gato en celo no
maullamos. No quiero quedarme con la duda sobre el origen de este
peculiar modo de llamarnos. Investigando he podido leer que el apodo
se remonta al siglo XI. Se ha trasmitido como tradición oral que
cuando las tropas de Alfonso VI intentaban conquistar la ciudad de
Mayrit (el actual Madrid) y, tras varios intentos fallidos, un día
uno de los soldados de las huestes cristianos, ayudado exclusivamente
de una daga, trepó rápidamente por la muralla y, una vez arriba,
quitó el estandarte árabe que ondeaba en lo alto y en su lugar
colocó el estandarte cristiano. Esta hazaña y su rapidez para
realizarla hizo exclamar a alguno de la tropa: “ trepa como un gato
“. Desde entonces se le conoció por este apodo de “gato”. Y
toda su familia heredó como apellido el mismo apodo llegando a ser
uno de los apellidos más importantes de Madrid. Pero esto es
solamente leyenda. Si alguno de los lectores que siguen mi blog
quieren saber la razón verdadera del porqué de este apodo que lea
las siguientes líneas para que le cuente de lo que ayer pude ser
testigo. Estaba en casa de mi hija disfrutando de los adelantos que
mi nieto me mostraba. Tocaba una lata con una maraca, una perfecta
batería para él, marcando acertadamente un cierto ritmo que en él
es innato, metía con cierta destreza unas bolas de plástico en sus
correspondientes agujeros para verlas caer hasta la alfombra por la
rampa del juguete, agitaba un globo enorme disfrutando del sonido que
se producía al chocarlo contra el suelo, repetía sus recién
aprendidas sílabas enlazadas coherentemente “Papáaa, pa, paa,
paapáaaa” y “máma, máamaaaa”, miraba absorto los dibujos
animados de Bob Esponja del televisor. Hasta aquí todo
encantadoramente normal. Pero de repente oyó que se abría la puerta
y, al ver entrar a su padre, dándose una vuelta rápida sobre la
alfombra comenzó a “gatear” hacia su padre a una velocidad que
para él la hubiese querido para escalar la muralla ese soldado al
que todos llamaban “gato”. Mi nieto, como todos los bebés
madrileños de su edad, sí que son “gatos” de verdad no sólo
por su lugar de nacimiento sino por el maravilloso modo que tienen
de “gatear”.
jueves, 26 de noviembre de 2015
martes, 24 de noviembre de 2015
La luna
Anoche, como hoy, he
podido ver con sumo placer una luna totalmente redonda con un cielo
azul de fondo, más azul marino que azul cielo. La descubrí al
volver de la biblioteca a la que me desplazo prácticamente todos
los días para aprovechar la conexión wifi de la que dispone.
Desde aquí es desde
donde escribo mis entradas porque el ambiente de silencio es el más
adecuado para concentrarse sin que apenas distraiga tu atención y
concentración ruido alguno.
No llamó mi atención
nada especial porque la vuelta a mi casa fue a buen paso dado el frío
que se hacía sentir. No obstante algo me hacía presentir que me iba
a comunicar algo especial. La luna. Sí, la luna.
Pasé por la puerta
principal de la vivienda que está orientada al suroeste y desde ella
no se la divisaba. Tampoco se hacia notar el fulgor de su luz porque
las farolas de la carretera, cuando están encendidas, como era el
caso, consiguen que desaparezca cualquier posibilidad de contemplar
este maravilloso cielo estrellado que observo casi todas las noches
para localizar las constelaciones que desde este enclave en el que me
encuentro puedo divisar. La Osa Mayor con sus siete puntos luminosos
que forman el carro y las tres mulas o el cuerpo de la osa y su cola
(Alkaid, Alkor Alioth, Megrez, Phecda, Dubhe y Merak), la Osa Menor
con sus tres puntos más brillantes (estrellas Polar, Kochab y
Pherkad y otros cuatro puntos de menor luminosidad) y las
constelaciones de Draco, Leo, Leo Minor etc. Me es posible esta
observación desde el patio interior de la vivienda en el que tengo
dispuestas unas lámparas solares con las que reconstruyo en tierra
esas constelaciones para traerme a este espacio de mi patio toda la
magia que, al estar tan distante allá arriba, no puedo alcanzar.
Como suelo hacer todas
las noches por pura rutina, cuando terminé de ver mi serie
televisiva favorita (Carlos Rey y Emperador), salí a este patio
interior para cerciorarme de que las puertas del garaje y de la
cancela estaban bien cerradas. Y fue en ese momento cuando me di
cuenta de lo que me quería decir. Allí arriba estaba ella luminosa,
radiante sin el menor atisbo de cualquier halo que pudiera enturbiar
su pura belleza. Lo llenaba todo con esa luz potente que pocas noches
se puede apreciar. Una luz tan potente que consiguió que todas las
lámparas solares que tengo en el patio dejaran de lucir. Como si no
quisiera que pudiera disfrutar mientras ella estuviera reinando en la
noche de la belleza de las constelaciones del éter ni de las que yo
me había fabricado sobre el suelo. Y, en ese momento, al darme
cuenta de su poder, recordé aquella estrofa de la poetisa griega
Safo:
Las estrellas
alrededor de la hermosa
luna
de nuevo esconden su
brillante forma
cuando
estando completamente
llena
brilla
sobre toda la tierra.
No sólo consiguió que
se escondieran esta noche las estrellas del cielo sino que además,
de ahí mi admiración y extrañeza, desapareciera la luz de las lámparas y se
apagara el cielo que yo me había fabricado y mi deseo de jugar a ser
un dios.
lunes, 23 de noviembre de 2015
La castaña
El
consumo de las castañas es todo un rito. Cuando lo comparo con el
consumo de cualquier otro fruto seco, de un tubérculo o de cualquier
otra fruta noto unas notables diferencias.
Además
de haber sido un elemento fundamental para la nutrición humana
durante muchos siglos en Europa antes de que, tras el descubrimiento
del Nuevo Mundo, se plantara y se consumiera la patata, creo llegar a
tener la sensación de que la castaña tiene algo mágico que nos
trasmite cuando la degustamos. La patata me resulta más vulgar,
aunque deliciosa en cualquiera de los modos en que se cocina. No es
por su origen que para los franceses, al ser una raíz, la patata les
resultaba más propia de las bestias y animales hasta que Parmentier
la dignificó. Pero la castaña, hummmm, la castaña es gloriosa.
Cuando se consume es como si en ese momento un cúmulo de sensaciones
ocultas ya vividas por todos nuestros ancestros se manifestaran
juntas con la primer castaña que pelamos y el primer bocado que le
damos. Además no es por coincidencia que el castaño nos de su fruto
en otoño. En esa estación del año en la que los días comienzan a
ser más cortos, los atardeceres más íntimos por el cromatismo que
nos brindan los bosques y los jardines y las puestas de sol y la hora
de recogerse se adelanta para disfrutar del placer que nos
proporciona el calor del hogar.
Y
es alrededor de ese hogar donde su consumo resulta más placentero.
No importa el modo en que se hayan cocinado. Si se han cocido con
anisetes la cremosidad de su pulpa resulta muy agradable y sabrosa y
más por el suave dulzor que el anís les proporciona. La cocción
con los granos de anís o el anís estrellado llena la estancia de un
agradable aroma que te empuja a su consumo. Si las has adquirido con
la característica de la castaña pilonga su no exagerada dureza te
hace disfrutar también de cada bocado. Como puré para acompañar
otros platos resulta sumamente práctica y los buenos gurmets
aprecian sobremanera los platos con puré de castañas, tanto dulces
como salados, porque son ricas en hidratos de carbono pero tienen
menos grasas que otros frutos secos.
Pero
el modo de consumirlas que a mí me llena de una total satisfacción
es cuando antes se han asado.
Y
quizás fuera alrededor del hogar o de una fogata encendida en el
mismo castañar donde se inventara la castaña asada. Algunas caerían
(¿por casualidad?) en el fuego y eclosionarían produciendo el
requemado de la corteza ese aroma que invitaba a consumirlas. Claro
que no hay que viajar atrás en el tiempo para poder disfrutar ahora
de esas mismas sensaciones. Sólo basta con pasear por cualquiera de
las avenidas de nuestras ciudades y disfrutar de ese olor que
producen al chamuscarse en la chapa agujereada sobre la que se
soasan. Y se apresura el paso para llegar al lugar en el que se
encuentra la castañera y conseguir un cucurucho con el que
calentarse las manos y disfrutar del aroma y del sabor de esas recién
asadas castañas.
Aún
recuerdo mis paseos por la Gran Vía madrileña en esos meses fríos
del final del otoño y comienzo del invierno de los años sesenta
agarrado a la cintura de mi novia calentándonos las manos con aquel
gratificante cucurucho de papel de periódico repleto de castañas
calientes.
viernes, 20 de noviembre de 2015
De compras
Realizar
una visita a un centro comercial en el mes de noviembre es estar
expuesto a encontrarte con una sensación de acontecimientos que se
adelantan al momento en el que esos hechos deberían producirse.
Aún
es otoño en el momento en que estoy escribiendo esta entrada (día
veinte de noviembre del año 2015) pero para el pequeño y gran
comercio solamente existen unas miras crematísticas que aprovechan
el deseo que existe en los visitantes de poder sentir y disfrutar
antes de tiempo de esas sensaciones que les van a brindar las
próximas fiestas navideñas.
Subiendo
por las escaleras mecánicas ya te encuentras con múltiples adornos
que imitan a tejados con carámbanos de hielo como colgaduras. Los
primeros artículos expuestos a las miradas del virtual comprador son
los de un consumo no demasiado apropiado para estos días.Posiblemente
tu visita al centro estaba motivada porque tu despensa estaba
prácticamente vacía y el frigorífico en obras. No era tu deseo
detenerte ni ante los adornos para el árbol de navidad ni delante de
los pasillos que muestran todo tipo de ingenios y juguetes para el
solaz de pequeños y mayores. Pues ahí los tenías delante de tus
narices nada más traspasar con tu carro aún vacío los arcos de
seguridad de la entrada. Ni tampoco pretendías elegir ningún
disfraz de angelito, de Santa Claus o de Papá Noel. Pero ahí
estaban animándote a adquirirlos con sus alas blancas, sus barbas
también blancas y sus túnicas de colores pastel o sus pantalones,
casacas, gorros y esclavinas de un rojo chillón ribeteado de blanco
o de pasamanería dorada. Ni (aunque cualquier momento sea el
adecuado para su consumo) te esperabas ver expuestos en las bandejas
de la pescadería esa tan amplia variedad de mariscos que, además
por sus precios, se te antojaban un insulto al pobre poder
adquisitivo de tus bolsillos.
Lo
cierto es que mi despensa y mi nevera necesitaban de productos para
el consumo diario más vulgares y más adecuados a las perentorias
necesidades de una familia a la que aún le faltan unos días para el
cobro de su nómina del mes de noviembre o de su escasa pensión.
No
quise caer en ninguna de esas tentaciones que tan bien adornadas se
me presentaban.
Tomé
la determinación de mirar hacia otra parte y centrarme
exclusivamente en las notas que se me habían facilitado para que
realizara la compra. Compré en la charcutería el fiambre que
necesitábamos, en la verdulería mis nunca demasiado apreciados y
siempre deseados tomates, en la pollería las pechugas de pollo
fileteadas, en la frutería las manzanas, peras y plátanos y, aquí
me salí de la lista confeccionada, compré unos membrillos y unas
castañas para homenajearnos con estos frutos típicos de otoño. Los
ojos se me fueron detrás de unas setas y hongos cuyos precios me
resultaron prohibitivos. Allí se han quedado tranquilitos en la
cesta sin sentir ni la menor duda de que yo los fuera a consumir.
Aunque grande era mi deseo.
Compré
los lácteos de consumo necesario como la leche y los yogures
naturales, desnatados y edulcorados.
Por
fin le llegó el turno al pan y galletas para el desayuno. Y a las
bebidas, todas cambiadas de sitio e incrementadas en su precio una
barbaridad. Colas, refrescos, gaseosas y vino estaban a la vista las
de consumo para sibaritas pero las que consumimos la mayor parte de
los españolitos de a pié estaban tan cambiadas de sitio que tanto
la encargada de la sección como yo hemos recorrido varias veces los
pasillos hasta dar con ellas.
Qué
fatiga esto de tener que ir a las grandes superficies para realizar
la difícil tarea de la compra. Y, por si fuera poco, esa soledad que
tienes porque nadie te da cenversación y, si necesitas hablar,
tienes que realizar esos necesarios diálogos de besugo entre tú y
los garbanzos o las alcachofas.
¡Vivan
las tiendecitas pequeñas de mi barrio en las que no eres desconocido
para ningún comerciante y cuyos dependientes son capaces de recordar
tu nombre!.
jueves, 19 de noviembre de 2015
Vuelta a los refugios de invierno
En perfecta formación las he visto pasar sobrevolando mi cabeza como suele suceder cuando llegan estas fechas en que preveen, porque les advierte un termómetro interno, que los primeros fríos pronto van a llegar. En la zona en la que han pasado la primavera, el verano y todos los ya gastados días del otoño se va a volver a sentir el frío. Con su llegada, desaparecerán de las charcas y las lagunas los cientos de seres vivos que les sirven de alimento. Se congelarán las aguas, llegarán las nieves, el sol comenzará a sentirse más bajo y más lejano y sus radiaciones oblicuas apenas podrán calentar los sembrados, riachuelos, estanques y lagunas. La vida en ellos entrará en un letargo que durará cuatro largos meses.
De generación en generación se trasmiten las rutas que se han de seguir para llegar al destino deseado en el que pasar el invierno. O las que les hacen volver a sus lugares de cría cuando son conscientes de que la época para aparearse ha llegado y les invita a realizar el viaje de vuelta. No se separan de la trayectoria a seguir ni unos pocos metros.
El macho guía que dirige el vuelo sabe perfectamente el tiempo que debe durar cada etapa del viaje y los lugares exactos en que tienen que detener su vuelo para pasar la noche, descansar y reponer fuerzas para iniciar una nueva etapa cuando el guía lo considere necesario. La exactitud seguida por todos los componentes de la bandada responde a ese cronómetro ancestral que les impele hacia la migración.
Su formación en V responde a un conjunto nada despreciable de ventajas para realizar la travesía. El guía no dispone de ayuda alguna de los otros componentes de la bandada. Debe por sí mismo realizar todo el esfuerzo y para ello está dotado de un alto sentido de aprovechamiento de los remolinos de aire caliente que le permiten planear sin tener que batir prácticamente las alas. Las aves que le siguen se aprovechan del remolino de aire ascendente que origina el batir de las alas de quien le precede en la formación por lo que les resulta mucho más cómoda la travesía.
Y se hacen sentir desde lo alto como un aviso para otros posibles navegantes advirtiéndoles de la prioridad de su marcha y trayectoria.
Mantienen la altitud adecuada (superior a veces a un kilómetro) que les libra de los turbios deseos de los cazadores. Los proyectiles de sus armas de fuego no les pueden alcanzar. Otra cosa será que los que conocen los lugares en que va a pernoctar la bandada les esperen agazapados y consigan abatir en pleno vuelo a más de un ejemplar.
Algunos ornitólogos no verán bien este hecho pero es la ley de la conservación de las especies la que permite que estos seres libres y viajeros acaben siendo un suculento manjar para el hombre.
Sobre todo si la bandada está formada por gansos y patos.
miércoles, 18 de noviembre de 2015
La razón de la sinrazón que a mi razón se hace
Cuando
se enfrenta uno a un folio en blanco sin que fluyan las ideas que se
quieren trasmitir, es muy recomendable cruzarse de brazos y esperar.
En un momento dado deberá saltar la chispa que permita iniciar la
narración.
Mucho
he leído, muchas noticias se han dado en TV y mucho he escuchado en
la radio sobre los últimos acontecimientos acaecidos en París.
Mi
opinión al respecto poco valor tiene porque ya se han puesto
medallas quienes saben que su opinión tiene el mismo valor que ellos
quieren otorgarle. No obstante me gustaría hacer una apreciación al
respecto. A cuantos cometen un crimen se les llama criminales aunque
solamente sean el brazo ejecutor de una sinrazón nunca justificable
que posiblemente otros les han diseñado. Son perfectamente
conscientes de la gravedad de sus actos. No pueden engañarse a ellos
mismos por mucha justificación que pretendan buscar en ideologías o
dictámenes heredados o impuestos. La justificación no puede existir
si no es por el deseo de cumplir los mandatos de otros que les
permiten zanjar con la vida de varias decenas de congéneres la
imposibilidad de conseguir sus objetivos a través del diálogo. Su
único argumento para que el resto de los mortales comulguen con su
credo es la fuerza. Quien no es convencido por la exégesis de la
doctrina del corán por parte de los ulemas ha de ser convencido por
las normas de esa yihad menor que la mayor parte de las veces incluye
la guerra santa. En sus mandatos se amparan quienes forman a nuevos
adeptos consiguiendo trasladar a grupos de jóvenes, posiblemente con
ideales nobles, a un mundo de locura en el que cualquier acto de
terror tiene justificación.
Hay
un conjunto de valores y derechos que son irrenunciables para el ser
humano y entre ellos se encuentra el derecho al libre albedrío y a
la vida. Todos tenemos la obligación de exigirlos y disfrutar de
ellos. Nadie puede subrogarse para él mismo el valor de ser por
propia decisión juez y verdugo.
Los
atentados de los últimos días no me han producido sólo rabia y un
estado de impotencia para que, de una vez por todas, se puedan zanjar
las diferencias que nos hacen a los humanos lobos hambrientos e
insaciables con la sangre de los componentes de nuestra propia
camada. Me han producido más bien asombro y estupor.
La
diferencia radical entre los seres irracionales y nosotros es la
razón que nos permite hacer uso del razonamiento. Lo difícil es
admitir que la razón ha sido suplantada por la sinrazón cuando
nuestros razonamientos que esgrimimos a bombo y platillo no tienen
base y se caen por su propio peso. Nadie puede ni podrá justificar
nunca una campaña que tenga como origen la imposición violenta de
unas creencias. Y si la violencia esgrimida tiene como desenlace la
muerte propia o ajena estará sobradamente justificado el rechazo
hacia tales prácticas y la condena unánime de todo el género
humano.
Porque,
al menos para mí, no me resulta válido ese aforismo que nuestro
ilustre Cervantes pone en boca de Don Quijote : “la razón de la
sinrazón que a mi razón se hace”. Que siendo originales de
Feliciano de Silva deberíamos parafraseárlo, como el propio Silva
hace, llegando a la conclusión de que esa sinrazón “mi razón
enflaquece”.
lunes, 16 de noviembre de 2015
El nido
Suele
suceder cuando realizo la poda de las parras que adornan la fachada
nordeste de la casa.
Me
suelo encontrar con un nido abandonado en el que o una pareja de
verdecillos o de jilgueros ha realizado la puesta de sus huevos.
Bien
sea por la proximidad de los que vivimos en la casa se han visto
obligados a abandonarlo por miedo a que les desposeyéramos de sus
crías o porque, realizado ya todo el ciclo de la puesta de los
huevos y la crianza de los polluelos, se había quedado vacío porque
ya habían enseñado a sus retoños a emprender el vuelo.
Así
me sucedió hace dos veranos.
Veía
desde la ventana de la planta superior de la casa una pareja de
jilgueros que se solían posar en las ramas más altas de uno de los
almendros y desde allí, se dirigían hacia una de las partes del
emparrado.
Pasado un tiempo, observé que solamente era uno el que
sobrevolaba las parras y cuando, posado sobre las débiles ramas de
la yedra, se cercioraba de que nadie estaba lo suficientemente cerca
como para descubrir el lugar en que habían depositado los huevos se
acercaba al nido.
En
él se posaba para alimentar a su pareja mientras estaba dedicada a
la paciente tarea de la incubación o era la hembra quien salía y
era sustituída por el macho para realizar el mismo cometido.
Así
estuvieron varios días haciendo que sus trinos fueran cada día la
ejecución de una cromática filigrana más compleja que los violines
de mi eterna emisora de música clásica eran incapaces de
reproducir.
Hasta que los trinos y las idas y venidas ya no eran
solamente de uno sino que eran ambos quienes estaban inquietamente
ajetreados con otra tarea.
En el nido se podían ver y oir a dos
crías cabezotas y peludas que abrían continuamente sus picos
emitiendo un pitidito apenas perceptible para mi oído. Y al
instante, desde la picorota del almendro o desde el cercano sombrajo
de la yedra, se podía apreciar el nunca imaginable glorioso
concierto de trinos del jilguero dispuesto a proveer a sus crías del
alimento que le solicitaban.
Una
mañana, al estar barriendo la terraza a la que cobija el emparrado,
me encontré en el suelo, sin movimiento alguno, a una de las crías.
No logré enterarme de si se había caído del nido, si lo había
echado fuera de él la madre o si era su compañero de camada que,
alimentado más y mejor, lo había precipitado al vacío para poder
disponer él de más espacio en el nido y de una más dedicada y
exclusiva alimentación.
No le quise enseñar a mi nieto que ya era partícipe del hallazgo del nido a la cría merta y, cuando me preguntó que dónde estaba el otro pajarito, sólo se me ocurrió contestarle que sus padres se lo habían
llevado a otro nido porque en ese no cabían los dos.
Pasados
unos días la actividad de los padres parecía ser aún mayor. Se
trataba de otra etapa de la cría que era tan necesaria como la de la
alimentación: debían enseñarle a volar para que pudiera abandonar
el nido.
No disponía de grabadora para dejar plasmados sobre
cualquier soporte digital esos emocionantes momentos.
La
madre o el padre (vaya usted a saber) saltaban del emparrado a la
yedra para volver de nuevo al emparrado. Y luego desde la yedra
iniciaban un vuelo corto hasta una ramita baja de la acacia julibrisi
cercana a la tapia.
Con sus idas y venidas le mostraban el recorrido
que tenía que hacer.
Por
fin un día se decidió y con intervalos mínimos de tiempo, instigado
por los vuelos de su progenitor y por sus trinos repetida y
admirablemente nerviosos, se atrevió a dar el paso. El colorido de
las plumas de la cría eran de una viveza inigualable y el paseo
desde las ramas más altas a las más bajas fue un espectáculo
sublime que me brindó la naturaleza.
Ese
año no volvimos a ver ni a la pareja de jilgueros ni a su cría pero
todos los años, como un rito ancestral que se repite de generación
en generación, vuelven a aparecer inesperadamente sobre el almendro
y sobre el emparrado una pareja de jilgueros.
viernes, 13 de noviembre de 2015
El emparrado
El emparrado, en el momento
actual, se me antoja inútil. Requiere de un cuidado tan especial que
la recompensa por su uso no es la más adecuada.
Hay que azufrarlo en
primavera y a mí siempre se me olvida o las condiciones
climatológicas no me lo permiten.
Y pasa lo que pasa: que
llegan arrasando el mildiu y el oidio y producen estragos en las
hojas y en los pequeños racimos que acaban de nacer.
Si esto no sucede, cuando
los racimos ya están dispuestos para su placentero consumo, una
legión de avispas hace de las parras su lugar de aprovisionamiento,
su cuartel general desde donde amedrentar a cuantos nos sentamos para
disfrutar de las sombras que el emparrado nos proporciona.
Olvídate
del necesario y placentero sosiego que proporciona la brisa del
atardecer recostado sobre la hamaca para contemplar el vuelo
zigzagueante de los murciélagos mientras se dedican a la caza de
algún sabroso mosquito. Ahí arriba, amenazantes, están ellas
dispuestas a atacar cuando te descuides lo más mínimo.
El caso es que las
considero, en cierto modo, necesarias a pesar de sus múltiples
impertinencias.
Si me vencieran las
tentaciones que se me presentan, arrancaría de cuajo todo el
emparrado y con ese hecho desaparecerían con él cuantos problemas
ocasiona.
Al fin y al cabo las uvas
que me suministra no las consume casi nadie o porque no les gusta o
porque no las puede comer por causa del azúcar.
A pesar de todo, mientras
este emparrado me sirva para disfrutar de ese verde palio natural
sobre mi cabeza, podré experimentar cada nueva primavera el estupor
y el placer que me produce volver a ver esas mariposillas recién nacidas, casi transparentes, recubiertas de
pelusilla.
Por eso se salva de su
desarraigo año tras año.
¿Será igual este año?.
jueves, 12 de noviembre de 2015
El riego
Es toda una liturgia.
Las plantas me gritan que
sus raíces están dispuestas a recoger todos los alimentos que el
suelo al que se aferran les brinda. Que sus tallos están prestos a
transportar esa sangre rica en nutrientes hasta la hoja y la flor más
diminuta.
Que el verde macilento
volverá a reverdecer con todo su brillo y todos sus matices.
Que los frutos que están
agazapados deseando henchirse de suculentos sabores no pueden esperar
más.
Que desean la lluvia pero
ésta no llega.
Que quieren volver a ver
al jardinero con su regadera en la mano para sentir de nuevo su ducha
vivificante.
Que volverá nuevamente a
hacerles más agradable su existencia.
Y el jardinero llega.
Aquel que, a veces, les
hace estremecerse de pavor porque de él depende que se sientan
amenazadas por una nunca deseada mutilación o por su total
exterminio.
No tienen nada que temer.
El ritual comienza.
Siguiendo siempre el
mismo orden inicia el riego. Abundante y refrescante para los
helechos; preciso y nunca demasiado copioso para los geranios e
hibiscos; escaso y muy espaciado en el tiempo para los cactus, los
lirios y las aloe vera. prolongado para la acacia de Constantinopla y
para los madroños; exiguo, pero suficiente, para el granado enano.
Y, como colofón, el abundante y refrescante abanico de chorros de
agua de la manguera para las yedras, las madreselvas y pasionarias de
los tapiales del jardín.
Cuando el ritual
finaliza, todo vuelve a sentirse sosegado y tranquilo y comienzan a
exhalar sus perfumes y aromas el romero, el tomillo y la dama de
noche.
Su agradecimiento por la
frescura que les proporciona el riego es manifiesto.
martes, 10 de noviembre de 2015
Passiflora
Hace varios años aún
disfrutaba del espectáculo que me ofrecían, siempre como comparsa,
alguna actuación o invitación para la actuación de otros artistas
del entorno en que se desenvolvía uno de mis hijos al que le atacó,
quizás demasiado joven, la vena del siempre controvertido mundo de
la farándula.
Que estoy de acuerdo. Que
la culpa o el orgullo de haber provocado tal ataque fue mío. Porque
pensé que la libertad que le brindamos su madre y yo para que
accediese a ese entorno, siempre difícil, era la que él quería y
la que le iba a permitir forjarse, posiblemente a base de golpes de
yunque y de fragua, en esa vocación, nunca de éxitos asegurados,
que él había elegido.
Dejando aparte estas
vueltas al pasado que a ningún retorno remediable me conducen,
aquella fecha del día 12 de julio del 1997, para mí y para
muchos seguidores del conflicto del retorno de los presos etarras al
país vasco inolvidable, me llevó a descubrir, olvidada aferrándose
a las rejas de un desvencijado portalón del pueblo de Hita, al que
me había invitado mi hijo para que conociera las jornadas literarias
de este pueblo, una planta enredadera que iba a resumir los
acontecimientos de esa jornada.
Esa trepadora me estuvo
torturando posteriormente durante varios días. Con sus flores que
muestran los atributos de la muerte y pasión de Cristo (los tres
estambres negros como los clavos de la crucifixión y sus falsos
pétalos morados que conforman una perfecta corona de espinas
alrededor de los clavos) eran una premonición de lo que en esos
momentos estaba sucediendo o iba a suceder en un breve espacio de
tiempo.
El hallazgo ocurrió
cuando subíamos del palenque en el que se habían efectuado las
justas entre las huestes de Don Carnal y Doña Cuaresma. Justas que
se celebran en Hita todos los primeros domingos de Julio en homenaje
al Arcipreste de esta localidad y a su obra El Libro del Buen Amor.
Pude apreciar un
cuchicheo entre algunos de los que íbamos subiendo la cuesta. Se
hablaba de que se había encontrado el cuerpo moribundo de Miguel
Angel Blanco. Después de trasladarle a la residencia sanitaria de
Nuestra Señora de Aránzazu se dió un comunicado del estado de
Miguel Angel. Aún se albergaban esperanzas de que pudiera sobrevivir
a pesar de los dos impactos de bala que presentaba su cráneo.
Todo fué inútil. El día
13 se dió la noticia de su fallecimiento ocurrido a las cinco de la
madrugada.
Nada tiene que ver con
los hechos de la leyenda de La Rosa de Pasión de Gustavo Adolfo
Bécquer si no es que en ambos acontecimientos (en la leyenda y en el
asesinato de Miguel Angel) las muertes se produjeron por una
ideología que no supo saber entender la importancia que tiene
nuestro libre albedrío y la elección de una postura ante la vida
acorde con las libertad de elección que todos deseamos y
necesitamos.
Guardé la rosa de pasión
que había arrancado de la enredadera de ese portalón de Hita, entre
las páginas de un libro de Las Rimas y Leyendas de Bécquer como
marcador de esa leyenda del fallido amor de un cristiano y una joven
hebrea asesinada por su padre y sus correligionarios en los montes
cercanos a Toledo situados al otra lado del río Tajo.
Hoy, releyendo a Bécquer,
he encontrado esa flor aplastada y reseca y me he visto obligado a
compartir con todos los seguidores de mi blog esta sencilla reseña
que no tiene pretensión alguna si no es la de reconocer que es la
muerte la única que tiene el poder de acallar los gritos de libre
elección que son un derecho inalienable de todo ser humano.
lunes, 9 de noviembre de 2015
Troncos
Los troncos apilados en el fondo del
patio, secándose al sol, son
el cementerio de otros tantos árboles o arbustos que, en su momento, fueron.
No hubo compasión. Había que talarlos porque les había llegado su hora.
Posiblemente fueron esbeltos, hermosos y dieron sus frutos o brindaron
su sombra acogedora a un desconocido viandante cansado.
Puede que en su tronco se quisiera inmortalizar la promesa de amor
de dos amantes jóvenes.
Seguro que sus ramas soportaron el nido de una pareja de aves
y aumentaron con ecos los primeros gorjeos exigentes
de las crías hambrientas.
Su corteza protegió del frío, de las heladas y de los sofocantes calores
a la savia que transportaba la vida a todos sus tejidos.
Nunca se cansó de brindar a hombres y animales el oxígeno que
elaboraban sus hojas para oxigenar sus pulmones y enriquecer
su sangre de una vida renovada en cada momento.
Nada de esto se va a tener en cuenta.
Cuando llegue el momento el fuego reducirá a cenizas su historia
y su vida.
Para mí todos vosotros no sois solamente un grupo de seres inertes.
Porque aún guardáis algún deseo que no habéis visto cumplido.
Y, al menos, uno de ellos se cumplirá: calentar, mientras os extinguís,
a algún ser vivo que tirite.
el cementerio de otros tantos árboles o arbustos que, en su momento, fueron.
No hubo compasión. Había que talarlos porque les había llegado su hora.
Posiblemente fueron esbeltos, hermosos y dieron sus frutos o brindaron
su sombra acogedora a un desconocido viandante cansado.
Puede que en su tronco se quisiera inmortalizar la promesa de amor
de dos amantes jóvenes.
Seguro que sus ramas soportaron el nido de una pareja de aves
y aumentaron con ecos los primeros gorjeos exigentes
de las crías hambrientas.
Su corteza protegió del frío, de las heladas y de los sofocantes calores
a la savia que transportaba la vida a todos sus tejidos.
Nunca se cansó de brindar a hombres y animales el oxígeno que
elaboraban sus hojas para oxigenar sus pulmones y enriquecer
su sangre de una vida renovada en cada momento.
Nada de esto se va a tener en cuenta.
Cuando llegue el momento el fuego reducirá a cenizas su historia
y su vida.
Para mí todos vosotros no sois solamente un grupo de seres inertes.
Porque aún guardáis algún deseo que no habéis visto cumplido.
Y, al menos, uno de ellos se cumplirá: calentar, mientras os extinguís,
a algún ser vivo que tirite.
jueves, 5 de noviembre de 2015
Nubes
Las nubes blancas y luminosas que navegan por el espacio que encuadra mi patio revelan y sugieren semejanzas con objetos o seres que me son familiares.
Alguna me recuerda la cabeza imponente
de un león africano con sus feroces fauces de espuma blanca
amenazando al azul del cielo que le rodea.
Otra sugiere el fusiforme cuerpo de un
cocodrilo del Nilo con el azote algodonoso y débil de su membruda
cola deshecha en jirones por la suave fuerza del viento que lo
empuja.
Aquella más lejana es un osos blanco
emergiendo de las heladas y profundas aguas de su Polo Norte etéreo.
La gris de la derecha me parece ser un
soberbio caballo encabritado con sus crines blancuzcas abanicando el
viento.
Un muñeco de nieve ,sin chistera ni
pajarita ni nariz de zanahoria, se me cuela a través de los huecos
que dejan en el emparrado estéril sus hojas inoportunamente
verdes, mostrándoseme obsceno, burlón y descarado.
Solamente, cuando pretendo verte
reflejada en alguna de ellas, me siento defraudado y, al no
encontrarte, me resultan todas vulgares.
Vulgares, grises, impersonales y
horriblemente sucias.
La garza real del jardín
Quiere volar y volar tras el grito de
las grullas que pasan.
Pero se aferra al suelo porque así la
crearon.
Nació ya condenada al frío del metal,
al grito mudo que por mucho que estire su curvilíneo cuello nadie
escucha en la noche.
Ni tampoco de día.
Sólo puede soñar. Soñar con las
estrellas que desea metálicas.
Y no lo son.
Viven en su fulgor, lejanas a su
estático deseo de ser libre.
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