Suele
suceder cuando realizo la poda de las parras que adornan la fachada
nordeste de la casa.
Me
suelo encontrar con un nido abandonado en el que o una pareja de
verdecillos o de jilgueros ha realizado la puesta de sus huevos.
Bien
sea por la proximidad de los que vivimos en la casa se han visto
obligados a abandonarlo por miedo a que les desposeyéramos de sus
crías o porque, realizado ya todo el ciclo de la puesta de los
huevos y la crianza de los polluelos, se había quedado vacío porque
ya habían enseñado a sus retoños a emprender el vuelo.
Así
me sucedió hace dos veranos.
Veía
desde la ventana de la planta superior de la casa una pareja de
jilgueros que se solían posar en las ramas más altas de uno de los
almendros y desde allí, se dirigían hacia una de las partes del
emparrado.
Pasado un tiempo, observé que solamente era uno el que
sobrevolaba las parras y cuando, posado sobre las débiles ramas de
la yedra, se cercioraba de que nadie estaba lo suficientemente cerca
como para descubrir el lugar en que habían depositado los huevos se
acercaba al nido.
En
él se posaba para alimentar a su pareja mientras estaba dedicada a
la paciente tarea de la incubación o era la hembra quien salía y
era sustituída por el macho para realizar el mismo cometido.
Así
estuvieron varios días haciendo que sus trinos fueran cada día la
ejecución de una cromática filigrana más compleja que los violines
de mi eterna emisora de música clásica eran incapaces de
reproducir.
Hasta que los trinos y las idas y venidas ya no eran
solamente de uno sino que eran ambos quienes estaban inquietamente
ajetreados con otra tarea.
En el nido se podían ver y oir a dos
crías cabezotas y peludas que abrían continuamente sus picos
emitiendo un pitidito apenas perceptible para mi oído. Y al
instante, desde la picorota del almendro o desde el cercano sombrajo
de la yedra, se podía apreciar el nunca imaginable glorioso
concierto de trinos del jilguero dispuesto a proveer a sus crías del
alimento que le solicitaban.
Una
mañana, al estar barriendo la terraza a la que cobija el emparrado,
me encontré en el suelo, sin movimiento alguno, a una de las crías.
No logré enterarme de si se había caído del nido, si lo había
echado fuera de él la madre o si era su compañero de camada que,
alimentado más y mejor, lo había precipitado al vacío para poder
disponer él de más espacio en el nido y de una más dedicada y
exclusiva alimentación.
No le quise enseñar a mi nieto que ya era partícipe del hallazgo del nido a la cría merta y, cuando me preguntó que dónde estaba el otro pajarito, sólo se me ocurrió contestarle que sus padres se lo habían
llevado a otro nido porque en ese no cabían los dos.
Pasados
unos días la actividad de los padres parecía ser aún mayor. Se
trataba de otra etapa de la cría que era tan necesaria como la de la
alimentación: debían enseñarle a volar para que pudiera abandonar
el nido.
No disponía de grabadora para dejar plasmados sobre
cualquier soporte digital esos emocionantes momentos.
La
madre o el padre (vaya usted a saber) saltaban del emparrado a la
yedra para volver de nuevo al emparrado. Y luego desde la yedra
iniciaban un vuelo corto hasta una ramita baja de la acacia julibrisi
cercana a la tapia.
Con sus idas y venidas le mostraban el recorrido
que tenía que hacer.
Por
fin un día se decidió y con intervalos mínimos de tiempo, instigado
por los vuelos de su progenitor y por sus trinos repetida y
admirablemente nerviosos, se atrevió a dar el paso. El colorido de
las plumas de la cría eran de una viveza inigualable y el paseo
desde las ramas más altas a las más bajas fue un espectáculo
sublime que me brindó la naturaleza.
Ese
año no volvimos a ver ni a la pareja de jilgueros ni a su cría pero
todos los años, como un rito ancestral que se repite de generación
en generación, vuelven a aparecer inesperadamente sobre el almendro
y sobre el emparrado una pareja de jilgueros.
Continuemos con el blog de jilguero
ResponderEliminarel cual siempre nos irá ayudando y comprenderemos que tendremos muchos aspectos que más nos gusten.