Es toda una liturgia.
Las plantas me gritan que
sus raíces están dispuestas a recoger todos los alimentos que el
suelo al que se aferran les brinda. Que sus tallos están prestos a
transportar esa sangre rica en nutrientes hasta la hoja y la flor más
diminuta.
Que el verde macilento
volverá a reverdecer con todo su brillo y todos sus matices.
Que los frutos que están
agazapados deseando henchirse de suculentos sabores no pueden esperar
más.
Que desean la lluvia pero
ésta no llega.
Que quieren volver a ver
al jardinero con su regadera en la mano para sentir de nuevo su ducha
vivificante.
Que volverá nuevamente a
hacerles más agradable su existencia.
Y el jardinero llega.
Aquel que, a veces, les
hace estremecerse de pavor porque de él depende que se sientan
amenazadas por una nunca deseada mutilación o por su total
exterminio.
No tienen nada que temer.
El ritual comienza.
Siguiendo siempre el
mismo orden inicia el riego. Abundante y refrescante para los
helechos; preciso y nunca demasiado copioso para los geranios e
hibiscos; escaso y muy espaciado en el tiempo para los cactus, los
lirios y las aloe vera. prolongado para la acacia de Constantinopla y
para los madroños; exiguo, pero suficiente, para el granado enano.
Y, como colofón, el abundante y refrescante abanico de chorros de
agua de la manguera para las yedras, las madreselvas y pasionarias de
los tapiales del jardín.
Cuando el ritual
finaliza, todo vuelve a sentirse sosegado y tranquilo y comienzan a
exhalar sus perfumes y aromas el romero, el tomillo y la dama de
noche.
Su agradecimiento por la
frescura que les proporciona el riego es manifiesto.
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