El emparrado, en el momento
actual, se me antoja inútil. Requiere de un cuidado tan especial que
la recompensa por su uso no es la más adecuada.
Hay que azufrarlo en
primavera y a mí siempre se me olvida o las condiciones
climatológicas no me lo permiten.
Y pasa lo que pasa: que
llegan arrasando el mildiu y el oidio y producen estragos en las
hojas y en los pequeños racimos que acaban de nacer.
Si esto no sucede, cuando
los racimos ya están dispuestos para su placentero consumo, una
legión de avispas hace de las parras su lugar de aprovisionamiento,
su cuartel general desde donde amedrentar a cuantos nos sentamos para
disfrutar de las sombras que el emparrado nos proporciona.
Olvídate
del necesario y placentero sosiego que proporciona la brisa del
atardecer recostado sobre la hamaca para contemplar el vuelo
zigzagueante de los murciélagos mientras se dedican a la caza de
algún sabroso mosquito. Ahí arriba, amenazantes, están ellas
dispuestas a atacar cuando te descuides lo más mínimo.
El caso es que las
considero, en cierto modo, necesarias a pesar de sus múltiples
impertinencias.
Si me vencieran las
tentaciones que se me presentan, arrancaría de cuajo todo el
emparrado y con ese hecho desaparecerían con él cuantos problemas
ocasiona.
Al fin y al cabo las uvas
que me suministra no las consume casi nadie o porque no les gusta o
porque no las puede comer por causa del azúcar.
A pesar de todo, mientras
este emparrado me sirva para disfrutar de ese verde palio natural
sobre mi cabeza, podré experimentar cada nueva primavera el estupor
y el placer que me produce volver a ver esas mariposillas recién nacidas, casi transparentes, recubiertas de
pelusilla.
Por eso se salva de su
desarraigo año tras año.
¿Será igual este año?.
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