martes, 10 de noviembre de 2015

Passiflora


 
 
Hace varios años aún disfrutaba del espectáculo que me ofrecían, siempre como comparsa, alguna actuación o invitación para la actuación de otros artistas del entorno en que se desenvolvía uno de mis hijos al que le atacó, quizás demasiado joven, la vena del siempre controvertido mundo de la farándula.

Que estoy de acuerdo. Que la culpa o el orgullo de haber provocado tal ataque fue mío. Porque pensé que la libertad que le brindamos su madre y yo para que accediese a ese entorno, siempre difícil, era la que él quería y la que le iba a permitir forjarse, posiblemente a base de golpes de yunque y de fragua, en esa vocación, nunca de éxitos asegurados, que él había elegido.

Dejando aparte estas vueltas al pasado que a ningún retorno remediable me conducen, aquella fecha del día 12 de julio del 1997, para mí y para muchos seguidores del conflicto del retorno de los presos etarras al país vasco inolvidable, me llevó a descubrir, olvidada aferrándose a las rejas de un desvencijado portalón del pueblo de Hita, al que me había invitado mi hijo para que conociera las jornadas literarias de este pueblo, una planta enredadera que iba a resumir los acontecimientos de esa jornada.

Esa trepadora me estuvo torturando posteriormente durante varios días. Con sus flores que muestran los atributos de la muerte y pasión de Cristo (los tres estambres negros como los clavos de la crucifixión y sus falsos pétalos morados que conforman una perfecta corona de espinas alrededor de los clavos) eran una premonición de lo que en esos momentos estaba sucediendo o iba a suceder en un breve espacio de tiempo.
El hallazgo ocurrió cuando subíamos del palenque en el que se habían efectuado las justas entre las huestes de Don Carnal y Doña Cuaresma. Justas que se celebran en Hita todos los primeros domingos de Julio en homenaje al Arcipreste de esta localidad y a su obra El Libro del Buen Amor.

Pude apreciar un cuchicheo entre algunos de los que íbamos subiendo la cuesta. Se hablaba de que se había encontrado el cuerpo moribundo de Miguel Angel Blanco. Después de trasladarle a la residencia sanitaria de Nuestra Señora de Aránzazu se dió un comunicado del estado de Miguel Angel. Aún se albergaban esperanzas de que pudiera sobrevivir a pesar de los dos impactos de bala que presentaba su cráneo.
Todo fué inútil. El día 13 se dió la noticia de su fallecimiento ocurrido a las cinco de la madrugada.
Nada tiene que ver con los hechos de la leyenda de La Rosa de Pasión de Gustavo Adolfo Bécquer si no es que en ambos acontecimientos (en la leyenda y en el asesinato de Miguel Angel) las muertes se produjeron por una ideología que no supo saber entender la importancia que tiene nuestro libre albedrío y la elección de una postura ante la vida acorde con las libertad de elección que todos deseamos y necesitamos.

Guardé la rosa de pasión que había arrancado de la enredadera de ese portalón de Hita, entre las páginas de un libro de Las Rimas y Leyendas de Bécquer como marcador de esa leyenda del fallido amor de un cristiano y una joven hebrea asesinada por su padre y sus correligionarios en los montes cercanos a Toledo situados al otra lado del río Tajo.
Hoy, releyendo a Bécquer, he encontrado esa flor aplastada y reseca y me he visto obligado a compartir con todos los seguidores de mi blog esta sencilla reseña que no tiene pretensión alguna si no es la de reconocer que es la muerte la única que tiene el poder de acallar los gritos de libre elección que son un derecho inalienable de todo ser humano.

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