domingo, 29 de julio de 2012

De jilgueros, novillos y escarchas (III)

(Extracto de mi novela "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez) Aún sin publicar

En efecto, en la primer habitación de la izquierda del pasillo central a cuyos lados estaban distribuídas también, como en la mía, todas las habitaciones de la casa, estaba la abuela, totalmente callada, arropada con un mantón de punto de lana negra y sentada sobre una silla bajita de asiento de enea y respaldo de madera torneada decorada con flores de colores sobre un fondo verde. Su labios hundidos por la falta de dentadura y su mentón prominente sujeto por un pañuelo, negro también, y anudado bajo la barbilla, le daban, a ella y a toda la cocinilla con el fogón al fondo, un aspecto tal que bien podría haber sido motivo de inspiración para un cuadro de Gutiérrez Solana.
De la habitación segunda de la derecha del pasillo, levantando una cortina de cretona de fondo negro y plagada de absurdas rosas amarillentas y rojizas, salió Juanito ya vestido pero aún descalzo.
•  Madre, que me dé los pantalones del Angel que están sobre el respaldo de una silla, junto al fogón .-le pidió con cierta insistencia.
Así era. Junto a la abuela y sobre el respaldo de otra silla más alta que la de ella pero de idéntico asiento y con un respaldo similar, había colocados, bien doblados, unos pantalones largos de pana parda con tirantes de goma y un jersey jaspeado. La señora Gabriela los cogió y, desapareciendo detrás de la cortina, se introdujo en la habitación desde la que se había asomado Juanito.
Al cabo de un corto espacio de tiempo aparecieron los tres. ”Los mellis”, aún legañosos y sin mediar palabra, se acercaron al fogón y vertieron sobre unas tazas abolladas de aluminio con mango de hierro el contenido de una cafetera que hervía sobre la placa. Me ofrecieron y yo no quise.
•  ¿Nos vamos ya?- les pregunté.
•  Espera, que tenemos que bebernos el café y coger las mochilas y las demás “cosas”- me respondieron.

Bebieron a sorbitos y resoplando el contenido de las tazas y, cuando acabaron, nos dirigimos los tres a la última habitación de la derecha del pasillo. En ella y colgados sobre clavos clavados en las paredes, suspendidos a cierta altura del suelo estaban “las cosas”, además de las mochilas del colegio y algún que otro capazo con patatas y cebollas que extendían fuera de ellos sus tallos amoratados y verdosos. La habitación era a la vez cuarto trastero, alacena, invernadero y el lugar adecuado para guardar las jaulas de los jilgueros protegiéndolos así de las inclemencias del tiempo durante la noche. 

“Las cosas” a las que se referían “los mellis” estaban también en esa misma habitación. Bien enrollada sobre dos varas largas de almendro estaba en un rincón una red pajarera y a su lado, pendiendo de un clavo, una bolsita de tela azul cerrada con una cinta blancuzca que contenía los canutos de caña y el bramante para jalar del cimbel. 


En pajareras colocadas sobre una estantería, había algunas jaulas pequeñas de armazón de madera con barrotes de alambre, algunas vacías y otras con jilgueros machos o hembras que saltaban de un lado a otro de la jaula trinando. Entre todos ellos me llamó la atención sobremanera un verderón, el único verderón entre todos los jilgueros. Por encima de toda la algarabía que formaban, se distinguía sobresaliendo el trino de un macho situado en una jaula algo más grande separada de las demás y colocada a la izquierda de la ventana por la que penetraba la escasa luz del patio posterior de la casa. “Los mellis” se colgaron sus mochilas y me dieron, para que yo los transportara, la bolsita azul y un bote con una sustancia pegajosa mal cerrado con una tapadera de chapa. Juan había cogido la red y Angel la jaula, tapada para que se callara, con el jilguero macho que nos iba a servir de reclamo. 
Salimos sigilosamente de la habitación sin decir ni siquiera “adiós” para que no descubrieran lo que nos llevábamos. Comenzamos a salir por la puerta que comunica el pasillo con el patio posterior pero, con tan mala fortuna que Angel tropezó con el último de los tres escalones de acceso al patio e hizo que rodara la jaula estrepitosamente escalones abajo hasta el suelo del pasillo. Al oír el ruido, “la Nena” salió de una habitación y comenzó a gritar
-¡Madre!, ¡madre…!
La señora Gabriela corrió por el pasillo hacia el lugar en el que nos encontrábamos los tres petrificados, enfurecidos con Angel y decepcionados. La regañina fue morrocotuda: Que si éramos unos pícaros, que si no nos daba vergüenza, que vaya manera de querer engañar…
Bueno, que el resto de la semana “los mellis” se quedaron sin salir a la calle y a mí me quedó la rabia de haber perdido la primer ocasión que se me presentaba para experimentar ese sabor agridulce de lo prohibido y el placer que debía producir sentirse libre y tomar decisiones propias sobre pautas de conducta que tú mismo eligieras y que nadie te hubiese prefijado. Habría merecido la pena, aunque si mi madre era conocedora del hecho, me hubiese propinado una bien merecida azotaina.



Al domingo siguiente pude comprobar qué era lo que en realidad me había perdido. Acompañados y aleccionados por los hermanos mayores de “los mellis” pude experimentar por primera vez, - y yo me juré a mí mismo que por última- lo interesante que resulta la caza del jilguero con red y liga. Salimos mucho más temprano y me fueron ellos a buscar a mi casa poco antes de amanecer. Gabriel, el mayor de los hermanos, llevaba todos los aperos para la caza en una bicicleta sobre cuyo transportín y en una jaula grande tapada con una loneta marrón atada con cuerdas, traía varios jilgueros como reclamos y además el verderón. El lugar era el mismo que habíamos elegido nosotros. Nos dirigimos hacia él, calle de Isabel arriba para bajar por el camino de las cambroneras, camino de carros, hasta la vaguada del arroyo.
Era una mañana de las más frías que yo recuerdo. El sitio situado en una hondonada a la orilla izquierda del arroyo estaba formado por una explanada cubierta de cardenchas ya resecas, blanquecinas ybrillantes de escarcha que se extendía hasta las higueras del canalillo. Frente a ella y a la otra orilla del arroyo, una chopera con algún que otro chopo que conservaban unas pocas hojas amarillentas resistiéndose aún sobre las ramas y un juncar de cuyos juncos se abastecían los churreros de la zona para ensartar en ellos los churros y porras que pregonaban todas las mañanas de casa en casa y de calle en calle. Hacia este juncar, saltando el arroyo, nos dirigimos Juanito y yo para traer unos cuantos juncos hasta la explanada.


Cuando volvimos, apenas diez minutos después, ya habían extendido sobre el suelo la red. Había que cubrirla con arena y desliar y tapar también los cabos de bramante que, de una longitud aproximada de quince metros (unas veinte zancadas) servirían para jalar de ellos desde el interior de una pequeña choza hecha con ramas, cartones y sacos que nos ocultaría de las vista de los jilgueros que pretendíamos cazar.


Sobre los extremos más altos de los cardos secos que cubrían la ladera de bajada a la hondonada y eligiendo los más cercanos a la red, fuimos colocando, paciente y estratégicamente, canutillos de caña seca y, en su interior, bien impregnado de liga, un trocito de junco que sobresalía del canutillo unos cuatro o cinco centímetros. Gabriel había colocado mientras tanto, en el centro y entre las dos hojas de la red extendida y disimulada por la arena que la cubría, sobre un resorte que se levantaba al jalar del cabo que llegaba hasta la choza, al mejor de los jilgueros, atado por una patita al resorte para que sirviera como reclamo. En derredor de la red y debajo de los cardos que soportaban los canutillos con liga se situaron varias jaulitas con otros tantos jilgueros y el verderón. Sólo nos quedaba esperar bien agazapados en la choza y en un silencio sepulcral.
Comenzaba a salir el sol. Los minutos siguientes eran los más propicios para que alguna de las manadas de jilgueros, en su viaje hacia el sur, bajase a beber agua del arroyo y de la escarcha que ya casi eran cristalinas gotitas de rocío acumuladas durante la noche sobre los cardos.


De rodillas y observando la red y sus alrededores por un ventanuco practicado en la choza para tal propósito, Gabriel jalaba del cabo atado al cimbel y el reclamo de la red se levantaba del suelo moviendo las alas y trinando prolongadamente, quizás asustado por el repentino impulso del mecanismo que le levantaba. A sus trinos le respondían los de los demás jilgueros y los del verderón situados bajo las cardenchas. Al cabo de unos quince minutos de nerviosa espera aparecieron los primeros jilgueros. Se posaban primero en los cardos para responder con sus trinos a los de los reclamos y llamar al resto de los componentes de la manada. Para algunos fue fatal. Al posarse sobre los cardos, sus alas quedaban impregnadas por la liga de los juncos de los canutillos de caña y, al querer levantar el vuelo de nuevo, caían irremediablemente al suelo pegándoseles a las plumas de las alas la hojarasca húmeda. 


Otros más atrevidos, en su mayoría hembras, fueron a posarse junto al macho atado al cimbel. Cuando, quizás advirtiendo instintivamente el peligro de la misma trampa en la que había caído aquel macho que no podía levantar el vuelo, quisieron remontarse, un tirón rápido, exacto y preciso de los cabos que plegaban la red, la hizo cerrarse hacia su interior atrapando a cuantos pájaros estaban en ese momento sobre ella.


Salimos rápidamente de la choza con el jaulón y fuimos recogiendo y metiendo en su interior los jilgueros que estaban en el suelo y en los cardos atrapados por la liga y a las hembras que habían sido atrapadas por la red. Se defendían a picotazos por lo que más de uno consiguió que me sangraran las manos. Al acercarme a la red vi que uno de los palos de la misma, al plegarse sobre el centro, había golpeado violentamente sobre la cabeza del precioso y preciado reclamo lleno de vida hasta ese fatídico golpe. Yacía muerto en el suelo con apenas un hilillo de sangre saliendo de su pico. Retirada la red, lo recogí. Aún estaba caliente. 


El marrón y amarillo de sus alas, el rojo intenso de su cuello y el negro profundo de su corbata me parecieron inútilmente más brillantes y hermosos.


Sobre el paraje en que sucedió la escena, me han levantado un centro comercial. Ya no llegan las manadas de jilgueros en Noviembre y se han adueñado de la zona los gorriones que se posan sobre unas amplias velas blancas de lona (peripecia arquitectónica de César Manrique) que nos quieren hacer creer a los gorriones, a mí y a mis vecinos, que podemos evocar un puerto inútil, repleto de barcos sin casco, anclados eternamente en un mar de piedra.



sábado, 28 de julio de 2012

De jilgueros, novillos y escarchas (II)

(Extracto de mi novela "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez") Aun sin publicar




Esteban con sus ya casi trece años no asistía a la escuela. Ya había finalizado su período de Primaria y se estaba preparando con el señor Julio para examinarse en el Instituto Sindical “Virgen de la Paloma” con la finalidad de aprender, si le admitían, el oficio de impresor que era una de las profesiones de mayor futuro en esos momentos y la que, dado su defecto físico de deformación de la columna y el esternón, mejor podía resultarle. A él, por lo tanto, cualquier día le parecía bueno porque además no iba a las clases hasta por la tarde. Luis se encontraba en un caso similar con la diferencia de su gallardía, su buen porte y la única obligación de cuidar a su abuela para lo que podía suplirle perfectamente su hermana Rosi. 
Es evidente que nadie de nuestras familias podía enterarse porque, si así sucediera, la azotaina estaba asegurada. Por esos debíamos comportarnos con toda normalidad. Yo saldría de mi casa con la mochila de cartón piedra forrada de baqueta marrón a la espalda y, en ella, el plumier, un cuaderno de rayas y otro de cuentas y una pequeña barrita de pan de Viena y la correspondiente onza de chocolate, envueltas ambas en papel de periódico. Me dirigiría a la casa de “los mellis” situada en la parte alta de la calle Piteros. Era lo habitual porque todos los días partíamos de una casa para desplazarnos, juntos, hasta el colegio situado en la calle de Otero y Delage junto al edificio, nunca acabado de construir, de la parroquia de San Rafael Arcángel. Así, no se despertarían sospechas y, para los demás, sería un día en el que asistíamos una vez más al cole.
La dificultad mayor se nos presentó al pensar en el modo de poder sacar de la casa de Juan y Angel todo cuanto necesitábamos para conseguir nuestro propósito. No sólo los utensilios sino también sus carteras. Procurar evitar que su madre y su abuela lo notasen era muy sencillo porque ambas eran mayores y se las podía entretener mientras se recogían todos los bártulos y se sacaban a la calle. Bastante más difícil era engañar a “la Nena”, su hermana, que solía estar en la casita del fondo del patio y, desde allí, controlaba perfectamente la salida trasera de la casa. Si lográbamos esquivar su vigilancia, emprenderíamos el camino con dirección al colegio pero, cuando hubiéramos alcanzado el cerro que nos ocultaba de la vista de sus familiares, retrocederíamos por detrás de la calle de Elena para ir a reunirnos, en la parte alta de la Vereda de Ganapanes, con Luis y Esteban que nos estarían esperando para emprender desde allí juntos la marcha. 
El habituallamiento debería correr por cuenta de cada cual. Si cada uno podíamos llevarnos en lugar de una, varias onzas de chocolate, algunos cacahuetes, galletas e higos secos, sería suficiente para pasar la mañana. Luis y Esteban, en su calidad de los mayores del grupo, deberían aportar, además, algún cigarrillo de anís para cada uno de nosotros y la correspondiente cajita de cerillas para encenderlos. ¡No nos podíamos perder el inmenso placer de unas caladas cuando apretase el frío, aunque luego se nos quedase la boca acorchada y con un endiablado sabor y olor a anises!. El lugar ya lo habíamos concretado días atrás: la vaguada que se forma en la margen izquierda del Arroyo de la Veguilla entre la Huerta de los Carteros y la finca de los Agustinos.




•  ¡Tomasííínnn…!
•  ¡Juanitooo…!. ¡Angel…!





Volvieron a llamarnos a gritos para que, de una vez, hiciéramos caso y nos recogiéramos en casa.
Ya había anochecido y comenzaba a caer, con el relente de la noche, una invisible escarcha que calaba hasta los huesos. Apagamos con arena las ascuas que quedaban de la fogata y nos despedimos hasta la mañana siguiente no sin antes recordarnos cada uno, brevemente, nuestras propias obligaciones.
Amaneció el lunes. Se adivinaba, a través de los cristales empañados, el rocío de la noche que había dejado blanquecino, brillante y duro el suelo del patio. Algún que otro carámbano, reluciente por la tibia luz del sol de otoño recién levantado, colgaba de las ramas grisáceas de la áspera higuera. Me levanté de un salto de la cama. No había excusa para la pereza. Me lavé la cara, como los gatos, con el agua fría de la jofaina, me vestí bebiéndome rápidamente el tazón de leche oscurecida con achicoria sin empapar en ella los corruscos de pan del día anterior diseminados sobre la mesa del pasillo y comencé a preparar mi mochila. 
Salió de su habitación la tía Milagros. ( La tía Milagros era hermana de mi abuela materna y vivía en nuestra casa, con su marido y cinco de sus seis hijos, desde que tuvieron que abandonar Alcoy y venirse a Madrid al finalizar la guerra. Para mí en muchas ocasiones hizo las veces de madre, aunque más permisiva, pues la mía estaba trabajando fuera como interna en una granja que estaba situada en la carretera de la playa –lo que hoy es la Avenida del Cardenal Herrera Oria-).
•  ¡Muy pronto te has levantado hoy!. ¿Dónde irás?- decía no sé si preguntándomelo a mí o hablando con ella misma.
Parecía que sospechase algo. Posiblemente fuera yo mismo quien, con el nerviosismo propio del que quiere ocultar algo, le estuviera dando motivos de sospecha. Se metió de nuevo en su habitación y aproveché ese momento para coger de una bolsita de tela colgada junto al fogón varias onzas del chocolate que ella pensaba tenía bien escondido. Las metí rápido en la mochila, me colgué ésta a la espalda y me dispuse a salir. 
La perra, “la Canela”, me miraba a los ojos moviendo el rabo pausadamente, con la lengua fuera y babeando como si quisiera pedirme que la llevase conmigo. Abrí el cerrojo de la puerta y corrí el pestillo. Estaba ya abriendo, cuando apareció de nuevo la tía Milagros con un jersey grueso y una bufanda del tío Enrique, su marido.
Pero, chiquillo. ¿Cómo te vas así?. ¿Tú sabes la que ha caído?. ¡Anda, ven que te pongo este jersey y la bufanda!…
Lo hizo y, por fin, puede marcharme. Corrí rápido hacia la panadería de la Eugenia. Se extrañó de que pidiera dos barritas de Viena.
•  Sí, hoy son dos porque me quedo en el colegio hasta tarde. - me anticipé dándole una razón que a mí me parecía lo suficientemente convincente como para que no preguntase nada más.-
•  ¡Apúntaselas a mi madre! - añadí cuando ya estaba bajando los escalones de la puerta.
Salí corriendo, calle arriba, para encontrame con “los mellis” en su casa. Llamé con los nudillos a la puerta y me salió a abrir su madre después de un lejano
-¡Ya voy, ya voy!.

Me abrió. Era delgada, de unos cuarenta y muchos años, con una tez curtida y ajada por los años y un aspecto adusto. Vestía con un mandil de rayas verticales grises, unas más claras y otras más oscuras, bajo el que se escondía la faltriquera con los pocos cuartos que le proporcionaba el sueldo del trabajo de su marido y de sus hijos mayores.
•  ¡Hola!. ¿Están ya preparados? - le dije mientras pasaba al interior de la vivienda.
•  ¡Que va!. ¡ A éstos hay que tirarles de la pata para que se levanten. - respondió, llamándoles a renglón seguido y a voz en grito:
•  ¡Juanito, que ya está aquí Antonio!. ¡Vamos, arriba!.
Chillaba tanto que “la Nena” le tuvo que reprochar:
•  Pero, madre, ¡No chille que se va a despertar la abuela!.
•  ¡Anda, ésta!. ¡Si la abuela hace ya más de una hora que se levantó!.


(...continuará...)

viernes, 27 de julio de 2012

De jilgueros, novillos y escarchas (I)

(Extracto de mi novela "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez") Aun sin publicar


El frío ha dejado ya de ser ese impertinente compañero de todos mis inviernos, de todos mis caminos y veredas, de mis barbechos de sembrados de cebada o avena, de las huellas de las caballerías y sus carros sobre el barro o polvo de mis calles, de los raíles chirriantes y rítmicos por los emplames sin soldar de la cercana línea del tranvía, durante estos últimos meses de los años cuarenta. Actualmente mis vecinos apenas si necesitan de jerseys, de guantes, de gabanes o de bufandas para protegerse de las inclemencias del tiempo. El clima, en estos años que están tocando con las manos el umbral del tercer milenio, es mucho más suave, con raros días en los que excepcionalmente la temperatura puede acercarse a los cero grados o se puede disfrutar del inmaculado manto de una solemne nevada cubriendo mis tejados. Es cierto que climáticamente he cambiado. A mí me gusta el cambio a pesar de resultarme menos íntimo, más impersonal y mucho más monótono.
Las mañanas del mes de noviembre de la población escolar de los barrios limítrofes superpoblados y encerrados en viviendas de varias plantas son actualmente, en los días lectivos, definitivamente iguales. Les despierta, haciendo añicos todos sus sueños, el mismo electrónicamente antipático sonido del radio-despertador de la mesilla de noche. Les arropa el mismo calor eléctrico del aire acondicionado o de los radiadores de la calefacción unifamiliar de gas natural Les sugiere presteza al levantarse la misma voz de uno de sus progenitores, mezcla de sueño, dulzura y cierta fingida autoridad. Se asean rápido, se visten rápido, desayunan rápido y salen al rellano de la escalera rápidamente para acaparar el ascensor que les baje rápido hasta la entrada del portal evitando el saludable ejercicio de bajar, andando, los tramos de escalera que les separa desde la planta de su vivienda hasta la calle.
Antes se hacía alarde de imaginación para levantarse, restregarse la cara y los ojos con una toalla húmeda, desayunar, tomarse el tiempo suficiente para recoger la mochila con la única enciclopedia en que aprender, el único cuaderno en que escribir y el único lapicero con que garabatear sobre ese único cuaderno.
Los demás, los de ahora, pueden haber perdido esa imperiosa necesidad de disfrutar de lo pequeño, de lo común, de lo insignificante, pero mis niños, los de entonces y los de ahora, la descubrían y la descubren diariamente. Hasta esa pícara aventura que suponía faltar a la escuela para hacer “novillos”, se les ha negado a las generaciones actuales en sus primeros años de enseñanza porque, irremisiblemente, van acompañados por el abuelo, la abuela, el vecino o el familiar, obligatoriamente desocupado, hasta la misma puerta del patio del centro escolar que el bedel cierra cuando profesores y alumnos ya están dentro y que no vuelve a abrir hasta que pasan a recogerlos. Los míos, los que vivían en mis casas, se desplazaban sólos disponiendo siempre de esa oportunidad endiabladamente apetecible de una mañana de “novillos”…

Al final de los años cuarenta, una mañana de noviembre podía resultar una mañana memorable. Aquélla tenía todos los visos de serlo. Para mí fue totalmente distinta.
Nos habíamos reunido el día anterior los amigos de siempre alrededor de una fogata en la que se quemaban las ramas arrancadas de un chopo alto y reseco, ya sin hojas, que sobresalía por encima de las tapias del Torreón. El corro que formábamos todas las tardes en torno al fuego, con el trozo de pan y la onza de chocolate como merienda más habitual, era de los más divertido. Cada cual tenía su propia manera de amenizarlo. Las historietas de Luis, los chistes verdes de Esteban, las ideas no siempre descabelladas de Angel y Juan, las tremendas ganas de Tomasín de emular a los guerreros de los comics, y mis propias ilusiones, con bastante frecuencia irrealizables, eran la base de nuestra tertulia en la que, la mayoría de las veces, surgía algún que otro proyecto que el más estricto moralista habría tachado de inmoral.
La "mora" que está muy buena y se deja- comentaban Luis y el "Titi" refiriéndose a una chiquilla de tez morena treceañera de senos ya prominentes.
Atardecía por el oeste y comenzaba a sentirse ya el frío descolgándose de los cielos amoratados del horizonte cercano, limitado por los tejados de las últimas casas de la calle Murias. Muy pronto comenzaríamos a escuchar las voces de nuestros familiares que nos llamaban para que nos recogiéramos en casa.
•  ¡ Tomasíííínnn…!
•  ¡Luis…!
•  ¡Juanitoooo…!
•  …
Como siempre hacíamos oídos sordos las primeras veces que nos llamaban, podíamos terminar de planear la idea que se le había ocurrido a Angel, uno de “los mellis”. Me resultaba fascinante.

“Los mellis” ya lo habían hecho alguna vez con sus hermanos mayores y por la misma razón debían ser ellos quienes comandaran la expedición, eligiendo el emplazamiento, la hora adecuada y el momento más idóneo para partir. Además nos debían proporcionar toda la infraestructura que la idea precisaba al ser los únicos poseedores de esos enseres. Sin ellos era imposible, siquiera, intentarlo.
El día siguiente, lunes, se determinó como el más adecuado. Topábamos con un inconveniente: que los lunes había clase y Juanito, Angel y yo debíamos asistir o justificar de alguna manera la falta de asistencia porque, de no ser así, peligraba nuestra permanencia en la escuela. Siempre se podía esgrimir como excusa cualquier afección de garganta, cosa bastante frecuente en mí, siempre que fuese firmada por algún familiar. Deberíamos pensar en quién querría firmárnosla aunque, en el peor de los casos, podía ser cualquiera de nosotros que tuviese una caligrafía no necesariamente gótica. Tomasín no estaba muy de acuerdo con la fecha porque le iba a resultar imposible zafarse de la compañía de su madre a la que el colegio le pillaba de camino hacia su trabajo y casi siempre le dejaba en la misma puerta.

•  Conmigo, casi ni contéis. Sería una verdadera casualidad que el lunes me dejasen ir sólo - nos advirtió.

(...continuará)


miércoles, 25 de julio de 2012

Julio, 26: San Joaquín y Santa Ana



En el día de Santiago Apóstol, víspera de mi aniversario, quiero rendir un homenaje , ahora que soy abuelo, a esos abuelos que la cristiandad ha venerado y festejado todos los 26 de Julio de cada año. Nací bajo su advocación y mi recuerdo hacia ellos me obliga a felicitar también a todos los que son abuelos y ejercen como tales.
En estos momentos en que las economías domésticas se resienten y las familias deben estar más unidas que nunca, quiero que se tenga en cuenta la encomiable labor de los abuelos actuales que, ejerciendo de hijos, ayudaron a sus padres, como padres criaron y educaron a sus hijos y, en este momento, ayudan, educan y crían, en alguno de los casos, a sus nietos.
¡Muchas Felicidades, abuelos de todo el mundo!
JOAQUÍN Y ANA

Aqui os traemos una breve descripción de la vida de los abuelos de Jesús, es decir los que según la tradición son los padres de la Virgen María.

Abuelos de Jesús


Martirologio Romano: Memoria de san Joaquín y santa Ana, padres de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, cuyos nombres se conservaron gracias a tradición de los cristianos

Una antigua tradición, datada ya en el siglo II, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Virgen María. El culto aparece para Santa Ana ya en el siglo VI y para San Joaquín un poco más tarde. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural al cariño y veneración que los cristianos demostraron siempre a la Madre de Dios.



 
La antífona de la misa de hoy dice: "Alabemos a Joaquin y Ana por su hija; en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos".


La madre de nuestra Señora, la Virgen Maria, nació en Belén. El culto de sus padres le está muy unido. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada nos dice de la santa. Todo lo que sabemos es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los veinticuatro años de edad se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de la ciudad de Nazaret. Su nombre significa "el hombre a quien Dios levanta", y, según san Epifanio, "preparación del Señor". Descendía de la familia real de David.

 
Moraban en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales, una de cuyas partes dedicaban a los gastos de la familia, otra al templo y la tercera a los más necesitados. 
 

Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como algo oprobioso y un castigo del cielo. Se los menospreciaba y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquin oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios. 
 

Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, cuya historia se refiere en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y asi llegó su hijo Samuel, quien más tarde seria un gran profeta.

 
Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el advenimiento de una hija singular, Maria. Esta niña, que había sido concebida sin pecado original, estaba destinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.

 
Desde los primeros tiempos de la Iglesia ambos fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.
 
Aunque el culto de la madre de la santísima Virgen Maria se había difundido en Occidente, especialmente desde el siglo XlI, su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo siguiente.

Fdo. Cristobal Aguilar.

Nota: El artículo anterior corresponde a Cristóbal Aguilar. Las ilustraciones se han aumentado buscando imágenes de Internet.