sábado, 28 de julio de 2012

De jilgueros, novillos y escarchas (II)

(Extracto de mi novela "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez") Aun sin publicar




Esteban con sus ya casi trece años no asistía a la escuela. Ya había finalizado su período de Primaria y se estaba preparando con el señor Julio para examinarse en el Instituto Sindical “Virgen de la Paloma” con la finalidad de aprender, si le admitían, el oficio de impresor que era una de las profesiones de mayor futuro en esos momentos y la que, dado su defecto físico de deformación de la columna y el esternón, mejor podía resultarle. A él, por lo tanto, cualquier día le parecía bueno porque además no iba a las clases hasta por la tarde. Luis se encontraba en un caso similar con la diferencia de su gallardía, su buen porte y la única obligación de cuidar a su abuela para lo que podía suplirle perfectamente su hermana Rosi. 
Es evidente que nadie de nuestras familias podía enterarse porque, si así sucediera, la azotaina estaba asegurada. Por esos debíamos comportarnos con toda normalidad. Yo saldría de mi casa con la mochila de cartón piedra forrada de baqueta marrón a la espalda y, en ella, el plumier, un cuaderno de rayas y otro de cuentas y una pequeña barrita de pan de Viena y la correspondiente onza de chocolate, envueltas ambas en papel de periódico. Me dirigiría a la casa de “los mellis” situada en la parte alta de la calle Piteros. Era lo habitual porque todos los días partíamos de una casa para desplazarnos, juntos, hasta el colegio situado en la calle de Otero y Delage junto al edificio, nunca acabado de construir, de la parroquia de San Rafael Arcángel. Así, no se despertarían sospechas y, para los demás, sería un día en el que asistíamos una vez más al cole.
La dificultad mayor se nos presentó al pensar en el modo de poder sacar de la casa de Juan y Angel todo cuanto necesitábamos para conseguir nuestro propósito. No sólo los utensilios sino también sus carteras. Procurar evitar que su madre y su abuela lo notasen era muy sencillo porque ambas eran mayores y se las podía entretener mientras se recogían todos los bártulos y se sacaban a la calle. Bastante más difícil era engañar a “la Nena”, su hermana, que solía estar en la casita del fondo del patio y, desde allí, controlaba perfectamente la salida trasera de la casa. Si lográbamos esquivar su vigilancia, emprenderíamos el camino con dirección al colegio pero, cuando hubiéramos alcanzado el cerro que nos ocultaba de la vista de sus familiares, retrocederíamos por detrás de la calle de Elena para ir a reunirnos, en la parte alta de la Vereda de Ganapanes, con Luis y Esteban que nos estarían esperando para emprender desde allí juntos la marcha. 
El habituallamiento debería correr por cuenta de cada cual. Si cada uno podíamos llevarnos en lugar de una, varias onzas de chocolate, algunos cacahuetes, galletas e higos secos, sería suficiente para pasar la mañana. Luis y Esteban, en su calidad de los mayores del grupo, deberían aportar, además, algún cigarrillo de anís para cada uno de nosotros y la correspondiente cajita de cerillas para encenderlos. ¡No nos podíamos perder el inmenso placer de unas caladas cuando apretase el frío, aunque luego se nos quedase la boca acorchada y con un endiablado sabor y olor a anises!. El lugar ya lo habíamos concretado días atrás: la vaguada que se forma en la margen izquierda del Arroyo de la Veguilla entre la Huerta de los Carteros y la finca de los Agustinos.




•  ¡Tomasííínnn…!
•  ¡Juanitooo…!. ¡Angel…!





Volvieron a llamarnos a gritos para que, de una vez, hiciéramos caso y nos recogiéramos en casa.
Ya había anochecido y comenzaba a caer, con el relente de la noche, una invisible escarcha que calaba hasta los huesos. Apagamos con arena las ascuas que quedaban de la fogata y nos despedimos hasta la mañana siguiente no sin antes recordarnos cada uno, brevemente, nuestras propias obligaciones.
Amaneció el lunes. Se adivinaba, a través de los cristales empañados, el rocío de la noche que había dejado blanquecino, brillante y duro el suelo del patio. Algún que otro carámbano, reluciente por la tibia luz del sol de otoño recién levantado, colgaba de las ramas grisáceas de la áspera higuera. Me levanté de un salto de la cama. No había excusa para la pereza. Me lavé la cara, como los gatos, con el agua fría de la jofaina, me vestí bebiéndome rápidamente el tazón de leche oscurecida con achicoria sin empapar en ella los corruscos de pan del día anterior diseminados sobre la mesa del pasillo y comencé a preparar mi mochila. 
Salió de su habitación la tía Milagros. ( La tía Milagros era hermana de mi abuela materna y vivía en nuestra casa, con su marido y cinco de sus seis hijos, desde que tuvieron que abandonar Alcoy y venirse a Madrid al finalizar la guerra. Para mí en muchas ocasiones hizo las veces de madre, aunque más permisiva, pues la mía estaba trabajando fuera como interna en una granja que estaba situada en la carretera de la playa –lo que hoy es la Avenida del Cardenal Herrera Oria-).
•  ¡Muy pronto te has levantado hoy!. ¿Dónde irás?- decía no sé si preguntándomelo a mí o hablando con ella misma.
Parecía que sospechase algo. Posiblemente fuera yo mismo quien, con el nerviosismo propio del que quiere ocultar algo, le estuviera dando motivos de sospecha. Se metió de nuevo en su habitación y aproveché ese momento para coger de una bolsita de tela colgada junto al fogón varias onzas del chocolate que ella pensaba tenía bien escondido. Las metí rápido en la mochila, me colgué ésta a la espalda y me dispuse a salir. 
La perra, “la Canela”, me miraba a los ojos moviendo el rabo pausadamente, con la lengua fuera y babeando como si quisiera pedirme que la llevase conmigo. Abrí el cerrojo de la puerta y corrí el pestillo. Estaba ya abriendo, cuando apareció de nuevo la tía Milagros con un jersey grueso y una bufanda del tío Enrique, su marido.
Pero, chiquillo. ¿Cómo te vas así?. ¿Tú sabes la que ha caído?. ¡Anda, ven que te pongo este jersey y la bufanda!…
Lo hizo y, por fin, puede marcharme. Corrí rápido hacia la panadería de la Eugenia. Se extrañó de que pidiera dos barritas de Viena.
•  Sí, hoy son dos porque me quedo en el colegio hasta tarde. - me anticipé dándole una razón que a mí me parecía lo suficientemente convincente como para que no preguntase nada más.-
•  ¡Apúntaselas a mi madre! - añadí cuando ya estaba bajando los escalones de la puerta.
Salí corriendo, calle arriba, para encontrame con “los mellis” en su casa. Llamé con los nudillos a la puerta y me salió a abrir su madre después de un lejano
-¡Ya voy, ya voy!.

Me abrió. Era delgada, de unos cuarenta y muchos años, con una tez curtida y ajada por los años y un aspecto adusto. Vestía con un mandil de rayas verticales grises, unas más claras y otras más oscuras, bajo el que se escondía la faltriquera con los pocos cuartos que le proporcionaba el sueldo del trabajo de su marido y de sus hijos mayores.
•  ¡Hola!. ¿Están ya preparados? - le dije mientras pasaba al interior de la vivienda.
•  ¡Que va!. ¡ A éstos hay que tirarles de la pata para que se levanten. - respondió, llamándoles a renglón seguido y a voz en grito:
•  ¡Juanito, que ya está aquí Antonio!. ¡Vamos, arriba!.
Chillaba tanto que “la Nena” le tuvo que reprochar:
•  Pero, madre, ¡No chille que se va a despertar la abuela!.
•  ¡Anda, ésta!. ¡Si la abuela hace ya más de una hora que se levantó!.


(...continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario