miércoles, 18 de julio de 2012

Relatos de África (VI): El Cabo Curbelo

De mis Relatos de África (aún sin publicar)

Al llegar al campamento de Ifni, situado en una llanura situada entre las últimas estribaciones del monte del Burrán y del cuartel del Grupo deTiradores I, nos distribuyeron, a los reclutas recién llegados de la Península, en diferentes compañías en función de las características de cada uno de nosotros. 
No sé si para las compañías de la primera a la cuarta se estableció algún criterio de selección. De lo que si estoy convencido es de que el criterio que siguieron los jefes fué el grado de alfabetización nulo o casi nulo de algunos reclutas y de los profesores que podríamos alfabetizarlos durante el período que durase la estancia en el C.I.R. (Centro de Instrucción de Reclutas). Entre unos y otros llegamos a formar una compañía de alrededor de quinientos efectivos. La compañía se conformaba a través de pelotones de fusileros granaderos (bajo el punto de vista operativo) y de quince soldados (catorce reclutas y un cabo) para compartir la tienda de campaña en nuestros pequeños ratos de descanso y a lo largo de la noche. 
El cabo de cada tienda estaba encargado de instruirnos (junto con los suboficiales y oficiales de la compañía) tanto en el aprendizaje del manejo del mosquetón Mauser (nuestra novia durante el período de servicio) en sus aspectos teóricos relativos a la mecánica del arma y, posteriormente, en el uso del arma cuando se realizaban los ejercicios de Orden Cerrado (manejo gimnástico del mosquetón) y de Orden Abierto (salidas al campo para efectuar ejercicios de tiro y de guerrilla). 
El cabo era una verdadera autoridad entre nosotros pues a través de él, como autoridad más cercana, debían solucionarse cuantos problemas de convivencia o de disciplina militar pudieran originarse. También por medio de él conocíamos las órdenes que provenían de la superioridad para llevarlas a cabo en la siguiente jornada. 
El cabo de nuestra de nuestra tienda se apellidaba Curbelo.
Era un galleguiño de Orense, reenganchado del reemplazo anterior, con la ilusión de poder ascender, en algún oportuno momento futuro, en el escalafón del ejército. La verdad es que, aunque a veces le traicionase la "morriña" producida por la lejanía de sus pagos y de los suyos, no parecía encontrarse mal en aquel entorno.
Sabía mandar sin sentirse superior (no eran así todos los cabos según los comentarios de los reclutas de otras tiendas), sin hacer que alguno de nosotros nos pudiéramos sentir mal cuando la ejecución de algún ejercicio no resultaba lo correcta que debiera. "Si a la primera no sale bien", decía con su acento gallego, "pues...llegará un momento en que, por aburrimiento, os tiene que salir bien". 
Todo o casi  todo tenía solución para él. Hasta, llegado el momento, se permitía contar algún chiste de esos que hay que ser gallego para poder entender su peculiar sentido del humor o alguna historia de bruxas e coruxas que, seguro, había escuchado en su infancia. 
Solamente pude ser testigo del cambio que sufrió su carácter y su talante un día en que, tras subir soldados legionarios para hablarnos de las excelencias del alistamiento a la legión, su rostro quedó, por un momento ensombrecido. "¿Qué te ha parecido el buen rollo de los lejías?",me preguntó. Yo le dije que no era lo mío, que la imagen de caballero legionario no estaba hecha para mí. Días después me comentó que había sido elegido por sorteo, con otros cabos y suboficiales del campamento, para asistir al ajusticiamiento, en el patio de armas del cuartel de la XIII Bandera Independiente de la Legión, de un cabo legionario que había sido condenado a muerte por un jurado militar. La causa había sido quitarle la vida a su superior con el C.E.T.M.E., descargándole todo el cargador, al sargento de guardia que debía estar haciéndole la vida imposible a él y a otros cuantos caballeros legionarios. "No quiso que lo vendaran los ojos", me dijo. "Se abrió los botones de la camisa frente al pelotón de fusilamiento y, al oír la orden de ¡Fuego!, gritó ¡Viva Cristo Rey! y, como si se tratase de un brutal empujón producido por el impacto de las balas, cayó de espaldas contra el suelo".
No sé la trayectoria de ese cabo con el que me tocó convivir tres meses en África. No sé si ascendió en el escalafón militar o, como me llegó a sugerir, dejó el ejército y volvió a su Orense querido posiblemente para olvidar el olor que sentía en  ese territorio de cactus y tabaibas que le recordaba a la muerte.

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