martes, 24 de julio de 2012

Relatos de África (VII): Las clases de alfabetización

De mis Relatos de África (aún sin publicar).
Como comenté en el relato anterior, al llegar al C.I.R. de Ifni se formó una compañía compuesta por maestros y analfabetos. Una compañía con un número alto de soldados. Los profesores eramos profesionales de la Enseñanza o disponíamos de una titulación media o superior que, en el Ejército, era suficiente para desarrollar y cumplir el cometido, encomiable sin duda alguna, de formar en lo más elemental de los conocimientos de lectura y escritura que les pudieran ser útiles fuera del Ejército a quienes carecían de ellos.
Está claro que, para poder cumplir nuestros objetivos de enseñanza, necesitábamos de un régimen especial, no sólo en lo relativo a los horarios de instrucción de Orden Cerrado y Orden Abierto sino también en encontrar en el recinto del campamento un lugar adecuado para impartir las clases.
Así lo organizaron los dirigentes del campamento. Los horarios eran especiales para nuestra compañía.
Después del toque de diana y una vez que se había pasado revista y se había tomado el café del desayuno, salíamos uniformados  con el calzón de deporte para  ejecutar una tabla de gimnasia con ejercicios que incluían el manejo del mosquetón en la misma tabla de gimnasia realizando flexiones de brazos y piernas con el arma en la mano o desplazamientos en cuerpo a tierra con el mosquetón protegido por los brazos en el momento de realizar ejercicios de reptado para avanzar unos metros. Las tablas de gimnasia estaban perfectamente diseñadas para que cumplieran también la función que efectuaban otras compañías al realizar sus ejercicios de Orden Cerrado.
Incluso, alguna de las veces, con el fresco de la mañana, entonábamos marchas militares que el oficial de turno se encargaba de enseñarnos y que nos servían para acompasar la marcha al ritmo de la canción.
Al terminar la tabla de gimnasia volvíamos a la tienda de campaña para, rápidamente, cambiarnos y formar filas en cuya formación nos desplazábamos hasta el lugar exterior y alejado del campamento en el que nos adiestrábamos con los ejercicios de preparación para el despliegue y avance, en formación de ataque, hacia una imaginaria cota enemiga.
El hecho es que,a las diez de la mañana, cuando el sol comenzaba a hacerse insoportable, ya estábamos, profesores y alumnos, sentados sobre unos bancos de hormigón en torno a una mesa, también de hormigón, protegidos del sol por un emparrado que nos daba la necesaria sombra para pasar las dos horas y media que duraban las clases.
El grupo de alumnos no era muy amplio por lo que nos permitía impartir, al menos a mí, una enseñanza personalizada. No había otro remedio. Había que ir leyendo con uno por uno de los alumnos mientras los demás iban escribiendo, haciendo muestras para asimilar, mientras dibujaban las letras, las frases que repetían a media voz o en voz alta.
Lo mejor de todo era el momento en que cada día finalizaban las clases porque, como terminábamos antes que el resto de las compañías, éramos los primeros que nos duchábamos. Y ¡una ducha en Sidi Ifni a las doce y media de la mañana era un placer que no tenía precio!
Al finalizar el campamento pude comprobar, con cierto orgullo profesional, que alguno de los analfabetos absolutos que se resistían a aprender podían escribir algunas frases que ellos querian poner en sus cartas y eran capaces de descifrar lo escrito por otros compañeros.
¡Podían comunicarse, aunque muy rudimentariamente, con sus familias y sus novias!.

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