domingo, 29 de julio de 2012

De jilgueros, novillos y escarchas (III)

(Extracto de mi novela "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez) Aún sin publicar

En efecto, en la primer habitación de la izquierda del pasillo central a cuyos lados estaban distribuídas también, como en la mía, todas las habitaciones de la casa, estaba la abuela, totalmente callada, arropada con un mantón de punto de lana negra y sentada sobre una silla bajita de asiento de enea y respaldo de madera torneada decorada con flores de colores sobre un fondo verde. Su labios hundidos por la falta de dentadura y su mentón prominente sujeto por un pañuelo, negro también, y anudado bajo la barbilla, le daban, a ella y a toda la cocinilla con el fogón al fondo, un aspecto tal que bien podría haber sido motivo de inspiración para un cuadro de Gutiérrez Solana.
De la habitación segunda de la derecha del pasillo, levantando una cortina de cretona de fondo negro y plagada de absurdas rosas amarillentas y rojizas, salió Juanito ya vestido pero aún descalzo.
•  Madre, que me dé los pantalones del Angel que están sobre el respaldo de una silla, junto al fogón .-le pidió con cierta insistencia.
Así era. Junto a la abuela y sobre el respaldo de otra silla más alta que la de ella pero de idéntico asiento y con un respaldo similar, había colocados, bien doblados, unos pantalones largos de pana parda con tirantes de goma y un jersey jaspeado. La señora Gabriela los cogió y, desapareciendo detrás de la cortina, se introdujo en la habitación desde la que se había asomado Juanito.
Al cabo de un corto espacio de tiempo aparecieron los tres. ”Los mellis”, aún legañosos y sin mediar palabra, se acercaron al fogón y vertieron sobre unas tazas abolladas de aluminio con mango de hierro el contenido de una cafetera que hervía sobre la placa. Me ofrecieron y yo no quise.
•  ¿Nos vamos ya?- les pregunté.
•  Espera, que tenemos que bebernos el café y coger las mochilas y las demás “cosas”- me respondieron.

Bebieron a sorbitos y resoplando el contenido de las tazas y, cuando acabaron, nos dirigimos los tres a la última habitación de la derecha del pasillo. En ella y colgados sobre clavos clavados en las paredes, suspendidos a cierta altura del suelo estaban “las cosas”, además de las mochilas del colegio y algún que otro capazo con patatas y cebollas que extendían fuera de ellos sus tallos amoratados y verdosos. La habitación era a la vez cuarto trastero, alacena, invernadero y el lugar adecuado para guardar las jaulas de los jilgueros protegiéndolos así de las inclemencias del tiempo durante la noche. 

“Las cosas” a las que se referían “los mellis” estaban también en esa misma habitación. Bien enrollada sobre dos varas largas de almendro estaba en un rincón una red pajarera y a su lado, pendiendo de un clavo, una bolsita de tela azul cerrada con una cinta blancuzca que contenía los canutos de caña y el bramante para jalar del cimbel. 


En pajareras colocadas sobre una estantería, había algunas jaulas pequeñas de armazón de madera con barrotes de alambre, algunas vacías y otras con jilgueros machos o hembras que saltaban de un lado a otro de la jaula trinando. Entre todos ellos me llamó la atención sobremanera un verderón, el único verderón entre todos los jilgueros. Por encima de toda la algarabía que formaban, se distinguía sobresaliendo el trino de un macho situado en una jaula algo más grande separada de las demás y colocada a la izquierda de la ventana por la que penetraba la escasa luz del patio posterior de la casa. “Los mellis” se colgaron sus mochilas y me dieron, para que yo los transportara, la bolsita azul y un bote con una sustancia pegajosa mal cerrado con una tapadera de chapa. Juan había cogido la red y Angel la jaula, tapada para que se callara, con el jilguero macho que nos iba a servir de reclamo. 
Salimos sigilosamente de la habitación sin decir ni siquiera “adiós” para que no descubrieran lo que nos llevábamos. Comenzamos a salir por la puerta que comunica el pasillo con el patio posterior pero, con tan mala fortuna que Angel tropezó con el último de los tres escalones de acceso al patio e hizo que rodara la jaula estrepitosamente escalones abajo hasta el suelo del pasillo. Al oír el ruido, “la Nena” salió de una habitación y comenzó a gritar
-¡Madre!, ¡madre…!
La señora Gabriela corrió por el pasillo hacia el lugar en el que nos encontrábamos los tres petrificados, enfurecidos con Angel y decepcionados. La regañina fue morrocotuda: Que si éramos unos pícaros, que si no nos daba vergüenza, que vaya manera de querer engañar…
Bueno, que el resto de la semana “los mellis” se quedaron sin salir a la calle y a mí me quedó la rabia de haber perdido la primer ocasión que se me presentaba para experimentar ese sabor agridulce de lo prohibido y el placer que debía producir sentirse libre y tomar decisiones propias sobre pautas de conducta que tú mismo eligieras y que nadie te hubiese prefijado. Habría merecido la pena, aunque si mi madre era conocedora del hecho, me hubiese propinado una bien merecida azotaina.



Al domingo siguiente pude comprobar qué era lo que en realidad me había perdido. Acompañados y aleccionados por los hermanos mayores de “los mellis” pude experimentar por primera vez, - y yo me juré a mí mismo que por última- lo interesante que resulta la caza del jilguero con red y liga. Salimos mucho más temprano y me fueron ellos a buscar a mi casa poco antes de amanecer. Gabriel, el mayor de los hermanos, llevaba todos los aperos para la caza en una bicicleta sobre cuyo transportín y en una jaula grande tapada con una loneta marrón atada con cuerdas, traía varios jilgueros como reclamos y además el verderón. El lugar era el mismo que habíamos elegido nosotros. Nos dirigimos hacia él, calle de Isabel arriba para bajar por el camino de las cambroneras, camino de carros, hasta la vaguada del arroyo.
Era una mañana de las más frías que yo recuerdo. El sitio situado en una hondonada a la orilla izquierda del arroyo estaba formado por una explanada cubierta de cardenchas ya resecas, blanquecinas ybrillantes de escarcha que se extendía hasta las higueras del canalillo. Frente a ella y a la otra orilla del arroyo, una chopera con algún que otro chopo que conservaban unas pocas hojas amarillentas resistiéndose aún sobre las ramas y un juncar de cuyos juncos se abastecían los churreros de la zona para ensartar en ellos los churros y porras que pregonaban todas las mañanas de casa en casa y de calle en calle. Hacia este juncar, saltando el arroyo, nos dirigimos Juanito y yo para traer unos cuantos juncos hasta la explanada.


Cuando volvimos, apenas diez minutos después, ya habían extendido sobre el suelo la red. Había que cubrirla con arena y desliar y tapar también los cabos de bramante que, de una longitud aproximada de quince metros (unas veinte zancadas) servirían para jalar de ellos desde el interior de una pequeña choza hecha con ramas, cartones y sacos que nos ocultaría de las vista de los jilgueros que pretendíamos cazar.


Sobre los extremos más altos de los cardos secos que cubrían la ladera de bajada a la hondonada y eligiendo los más cercanos a la red, fuimos colocando, paciente y estratégicamente, canutillos de caña seca y, en su interior, bien impregnado de liga, un trocito de junco que sobresalía del canutillo unos cuatro o cinco centímetros. Gabriel había colocado mientras tanto, en el centro y entre las dos hojas de la red extendida y disimulada por la arena que la cubría, sobre un resorte que se levantaba al jalar del cabo que llegaba hasta la choza, al mejor de los jilgueros, atado por una patita al resorte para que sirviera como reclamo. En derredor de la red y debajo de los cardos que soportaban los canutillos con liga se situaron varias jaulitas con otros tantos jilgueros y el verderón. Sólo nos quedaba esperar bien agazapados en la choza y en un silencio sepulcral.
Comenzaba a salir el sol. Los minutos siguientes eran los más propicios para que alguna de las manadas de jilgueros, en su viaje hacia el sur, bajase a beber agua del arroyo y de la escarcha que ya casi eran cristalinas gotitas de rocío acumuladas durante la noche sobre los cardos.


De rodillas y observando la red y sus alrededores por un ventanuco practicado en la choza para tal propósito, Gabriel jalaba del cabo atado al cimbel y el reclamo de la red se levantaba del suelo moviendo las alas y trinando prolongadamente, quizás asustado por el repentino impulso del mecanismo que le levantaba. A sus trinos le respondían los de los demás jilgueros y los del verderón situados bajo las cardenchas. Al cabo de unos quince minutos de nerviosa espera aparecieron los primeros jilgueros. Se posaban primero en los cardos para responder con sus trinos a los de los reclamos y llamar al resto de los componentes de la manada. Para algunos fue fatal. Al posarse sobre los cardos, sus alas quedaban impregnadas por la liga de los juncos de los canutillos de caña y, al querer levantar el vuelo de nuevo, caían irremediablemente al suelo pegándoseles a las plumas de las alas la hojarasca húmeda. 


Otros más atrevidos, en su mayoría hembras, fueron a posarse junto al macho atado al cimbel. Cuando, quizás advirtiendo instintivamente el peligro de la misma trampa en la que había caído aquel macho que no podía levantar el vuelo, quisieron remontarse, un tirón rápido, exacto y preciso de los cabos que plegaban la red, la hizo cerrarse hacia su interior atrapando a cuantos pájaros estaban en ese momento sobre ella.


Salimos rápidamente de la choza con el jaulón y fuimos recogiendo y metiendo en su interior los jilgueros que estaban en el suelo y en los cardos atrapados por la liga y a las hembras que habían sido atrapadas por la red. Se defendían a picotazos por lo que más de uno consiguió que me sangraran las manos. Al acercarme a la red vi que uno de los palos de la misma, al plegarse sobre el centro, había golpeado violentamente sobre la cabeza del precioso y preciado reclamo lleno de vida hasta ese fatídico golpe. Yacía muerto en el suelo con apenas un hilillo de sangre saliendo de su pico. Retirada la red, lo recogí. Aún estaba caliente. 


El marrón y amarillo de sus alas, el rojo intenso de su cuello y el negro profundo de su corbata me parecieron inútilmente más brillantes y hermosos.


Sobre el paraje en que sucedió la escena, me han levantado un centro comercial. Ya no llegan las manadas de jilgueros en Noviembre y se han adueñado de la zona los gorriones que se posan sobre unas amplias velas blancas de lona (peripecia arquitectónica de César Manrique) que nos quieren hacer creer a los gorriones, a mí y a mis vecinos, que podemos evocar un puerto inútil, repleto de barcos sin casco, anclados eternamente en un mar de piedra.



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