domingo, 28 de octubre de 2012

Trescientas pesetas al mes son muchas pesetas(II)

Extracto de mi novela "Sinfonía en Re..cuerdos de mi niñez", aún sin publicar

En mi pandilla del barrio también las relaciones se fueron distanciando. Lo de que fuera monaguillo era algo que no terminaba de encajar, que excedía a las casi impensables posibilidades de prosperar. Tuve la sensación de que el propio barrio, como poseedor y director de nuestras vidas, se sentía celoso de que otros entornos que no fueran los suyos pudieran acogernos. Le sucedía con cualquiera que se viera beneficiado por la suerte de haber sido elegido para una tarea poco común. La mediocridad debía ser nuestro objetivo fundamental. Sucedió con otra Pepita, la del Torreón, a la que seleccionó un modisto de alta costura para que formase parte del grupo de modelos que pasaban sus diseños. El barrio se empeñó en hacer creer que sólo se trataba de un favor de dudosa moralidad.


Menos mal que siempre existe una excepción que rompe con lo establecido porque sus miras coinciden con las de los más aventurados. Para mí fueron la excepción Luis y su hermana. Me dijeron que debía continuar con mi idea, que era el único modo de que ese entorno en el que me estaba moviendo me pudiera ofrecer otras alternativas que no debía desaprovechar.

Después de las vacaciones de Navidad mi madre comenzó a trabajar como cocinera en un colegio situado en la calle de Raimundo Fernández Villaverde, justo ocupando los solares que actualmente ocupa el centro comercial de El Corte Inglés de Castellana. Estaba regentado este colegio por la congregación de las Siervas de San José y disponía de residencia para estudiantes universitarias.


A mi madre le debieron hablar las monjas de la necesidad que tenía el colegio de un monaguillo que ayudase a misa los días de diario o pudo ser ella misma quien habló de mí al enterarse de que el monaguillo anterior no continuaba. Yo ignoraba cual iba a ser la acogida del párroco de Peña Grande cuando le dijese que tenía que compaginar la actividad de monaguillo en el colegio y en la parroquia. Se lo comuniqué en su despacho. Le agurmenté que me iban a dar de desayunar todos los días y que le habían prometido a mi madre que me darían un sueldo de trescientas pesetas al mes para sufragarme los gastos del desplazamiento desde “La Tacona” hasta Cuatro Caminos. No le hizo mucha gracia pero accedió con la condición de que supliera la ausencia de la mañana con servicios de tarde y con una mayor dedicación los sábados y domingos, días  en los que no tenía que ir al “otro trabajo”. Tenía pensado renunciar al puesto de monaguillo de la parroquia, si a él no le parecía bien, por dos razones que para mí eran suficientemente convincentes y me justificaban por completo: porque iba a ganar cada mes lo que en la parroquia ganaba en un año y, sobre todo, porque suponía una aventura conocer un entorno distinto al de mi barrio y con una responsabilidad propia y distinta a las aceptadas hasta ese momento.

Comencé un lunes, que era el día que mi madre volvía al colegio tras librar los sábados y domingos. Los fines de semana disminuía bastante el alumnado mediopensionista y las alumnas residentes, algunas de las cuales marchaban a sus casas para volver también los lunes.


Eran las siete de la mañana. Cogimos el tranvía en la parada a las siete y diez y llegamos a Cuatro Caminos a las siete y media, aproximadamente. Ese día iba con ella pero los demás días de la semana, de martes a viernes, tendría que hacer yo el recorrido sólo. Por eso me advertía una y otra vez que no se me podían pegar las sábanas. No llegaría a tiempo.

Desde Cuatro Caminos había que bajar andando por la acera de la izquierda hasta el colegio. El farolero comenzaba a apagar las farolas de gas, aún encendidas. Desde el edificio de Telefónica hasta llegar al colegio no había edificaciones, sólo un descampado con unas cuevas en el terraplén del fondo que servían de refugio a vagabundos durante el invierno. Al llegar al colegio, un timbre colocado junto a la cancela del jardín delantero hacía sonar una campanilla que avisaba en el vestíbulo a la hermana portera. Se asomaba desde detrás de las puertas de hierro y cristal de entrada al edificio y, cuando comprobaba la identidad de quien había llamado, le abría, si lo consideraba conveniente, activando desde el interior un resorte de la cancela.
La misa la oficiaba un monje agustino que se desplazaba desde su convento del final de Reina Victoria. Era viciosamente puntual. A las ocho y veinte estaba ya en la sacristía de la capilla del colegio por lo que yo debía llegar antes que él para poder ayudarle a ponerse los ornamentos. La hermana sacristana se encargaba, detallada y meticulosamente, de que yo estuviese ya vestido con la sotana, sobrepelliz y esclavina cuando él llegara.

A las ocho y media en punto, tras hacer sonar una campanilla, salíamos al altar de la capilla aneja a la sacristía. De rodillas, situadas en sus correspondientes lugares, estaban las hermanas y las alumnas esperando nuestra aparición. Al vernos, se ponían de pie, en señal de respeto, para volverse a arrodillar, como yo, una vez que comenzábamos el Introito. La feligresía estaba formada por chicas jóvenes que cursaban “Preu” o eran residentes matriculadas en alguna carrera oficial en la cercana Universidad Complutense. Desde el altar parecían todas, tan encorsetadamente uniformadas, iguales. Sólo al acercarse a comulgar podía yo observar con especial atención e interés sus rostros atrayentes por la sobriedad, distinción o juvenil alegría que reflejaban. Si alguna de ellas fijaba su mirada en mí me sentía incómodo y los colores se me subían a las mejillas. Eso fue al principio porque después, pasados algunos días, les mantenía la mirada esperando no sé qué gesto o guiño comprometedor.

Finalizada la misa y una vez que nos habíamos desprovisto de la vestimenta talar, me dirigía a un cuarto del vestíbulo destinado a recibir las visitas de las residentes. En él esperaba a que una alumna que ayudaba a la hermana portera, seguramente para pagar con este servicio los gastos que originaban su permanencia en el colegio, apareciese con una bandeja que colocaba sobre la mesa. Había en ella un tazón de leche humeante y dos barritas rellenas de mantequilla y de “farinato”, un embutido típico salmantino parecido a la sobreasada mallorquina que hacía mis delicias.


Tras un “¡Que aproveche…!” , me recomendaba un desayuno tranquilo, sin prisas y bien degustado. 
Cuando se suponía que ya debía haber finalizado de desayunar, aparecía la hermana portera instándome a que recogiera mi cartera y me marchara para el colegio para no llegar tarde. Así lo hacía, saliendo con mi mochila al hombro, de nuevo calle arriba hasta la glorieta de Cuatro Caminos donde cogía el tranvía hasta la glorieta de  Ricote en Peñagrande.


El trabajo me duró cerca de dos años. Me busqué mis mañas para ahorrame el dinero del tranvía, por lo menos el importe del viaje de subida hasta Cuatro Caminos. Sabía que Casimiro, el lechero de Peña Grande, repartía leche por los colegios mayores y residencias universitarias cercanas al estadio del Metropolitano. Si quería llevarme en su carro hasta Estrecho, yo podía ir andando desde allí hasta el colegio. Un día le esperé hasta que llegara a la altura de mi calle. Cuando oí las campanillas de los arreos del percherón rubio que tiraba de su tartana y le ví llegar a la altura del quiosco de la señora Benita, le hice señas con las manos para que parara. Paró y le pedí que me llevara. Lo hizo. Y lo volvió a hacer, prácticamente todos los días, de ahí en adelante.

Solía pasar entre las siete menos cuarto y las siete. Yo me subía al pescante y me sentaba con él. Me dejaba que cogiera las riendas y era él mismo quien, cuando íbamos algo escasos de tiempo, arreaba al percherón. Iniciaba éste un breve trote que hacía tintinear todas las campanillas y botar sobre la caja de la tartana, con un ruido estrepitoso, las cántaras de chapa llenas de leche. Al llegar, bajando Francos Rodríguez, a Estrecho, yo me bajaba cogiendo mi mochila y con un “¡Gracias, hasta mañana…!” emprendía una carrera Bravo Murillo abajo, antes de que a él le diese tiempo a bajar por la calle Pamplona hacia los colegios mayores. Era preciso que me apresurara porque había un buen trecho hasta el colegio y no podía llegar después del capellán para que la hermana portera no me reconviniera por el retraso. Había que conservar el puesto de trabajo porque

¡trescientas pesetas al mes, eran muchas pesetas!.

Me resultaba agradable saber que algunos de los que formaban mi vecindad podrían aspirar a buscar otros derroteros que dirigieran sus vidas por otros caminos que no fueran los que toda la sociedad esperaba.
Algunos consiguieron realizar estudios de formación profesional en el Instituto Sindical Virgen de la Paloma que les capacitó para ser unos excelentes ebanistas, encofradores, impresores, chapistas o electricistas cualificándoles para ganarse la vida con un trabajo digno.
Otros, como fue el caso de Antonio y otros alumnos del colegio de San Rafael Arcángel, pudieron realizar estudios medios y superiores que les permitió ejercer profesiones liberales.
Si lo austero de mi geografía y la pobreza de mis gentes les impulsó a emprender la búsqueda de nuevos horizontes me alegro y siempre será mi mayor galardón el saber que lo consiguieron. 

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