“ Yo tengo genio músico
e inspiración sin par.
Si yo tuviera “cónquibus”
Dejaba así a Mozart”
Siempre me parecieron horrorosos esos ripios que, para ajustar una rima, eran capaces de transformar en agudo el apellido de nuestro querido y actualmente admirado personaje cinematográfico “Amadeus”. Parándome más de una vez en el camino, repetía a voz en grito si no veía a nadie “ ¡a Mozár!, ¡a Mozár!, ¡a Mozár!…”. Iba tan abstraído que ni me fijé en el espléndido toro semental con una anilla de metal amarillo en sus hocicos, galán de todas las vacas de las vaquerías de la zona y propiedad de Casimiro, que me miraba al pasar con sus enormes ojos negros. Ni reparé en la bicicleta del hijo del “Boni”, el practicante, siempre atada a la reja de su ventana con una cadena y un candado y a la que miraba deseándola con sórdida avidez. Ni hice rabiar un poco al loro del militar, burla que era para mí norma de obligado cumplimiento por lo excitado, escandaloso y malsonante “rapapolvos” que me lanzaba su bigotudo dueño, abriendo repentinamente su puerta y corriendo hacia la cancela.
Entre
mis elucubraciones mentales y repeticiones de los trozos memorizados de la
obrita que deberíamos repetir con una
verdadera ampulosidad de gestos, llegué a casa. Hice una caricia al perro que
se me acercó moviendo el rabo. Subí los escalones de la entrada a la vivienda,
empujé la puerta entreabierta y con un “¡Hola!”
rotundo pasé a mi habitación para dejar la cartera, salir de nuevo, coger mi
rebanada de pan con aceite y azúcar y salir a la calle para jugar con los demás
chiquillos que ya habían comenzado “el rescate”.
-
Pero ¿no la has visto? – me preguntó
mi tía Tomasa, aún pálida y demacrada, sentada en el pasillo entre mi madre y
la tía Milagros.
-
No he visto ¿qué? – respondí.
-
La cestita de tu habitación – y se
reían las tres sin que yo supiera por qué.
Levanté la cortina y entré de nuevo con la
tostada en la mano, chorreándome un hilillo de aceite por la muñeca. Miré al
frente, a la derecha y a la izquierda. Pensaba que se trataría de algún regalo
que me habían hecho sin que pudiera adivinar el motivo. Vi la cesta colocada
sobre la cama. Era de mimbre y cañas de las que usaban en el mercado las
gitanas que vendían flores. Me acerqué para ver lo que había dentro. Algo se
movía y di un salto hacia atrás soltando la tostada. Ahora resonó una
carcajada de las tres mujeres que me observaban desde la puerta por debajo de
la cortina separada hacia un lado.
-
¿Qué es eso...? – grité y ese algo
se volvió a remover bruscamente en el interior de la cesta.
-
Es tu prima…- me dijo Tomasa,
brillándole los ojos con un brillo entre tierno y pícaro.
-
¿Y quién la ha traído…? – volví a
gritar casi enfurecido porque nadie me hubiese consultado antes a mí.
-
La cigüeña…- respondió la tía
Milagros intentando poner fin a mis preguntas. Añadió:
Mi perplejidad y mi asombro iban en
aumento. En mi barrio no había visto nunca una cigüeña ni en Peña Grande
tampoco. Posiblemente porque no había torres de iglesias ni campanarios. Para
mí la cigüeña era sólo uno de los personajes de ese cuento de “La Cigüeña y la Zorra ”, o lo que es lo mismo
un dibujo de un libro. Y en ese cuento la cigüeña lo único que hacía era
engañar a la zorra porque la zorra la había engañado a ella al invitarla a
comer. Es posible que esta cigüeña fuese de la misma raza que la cigüeña de la
película de “Dumbo” pero que traía, volando, primitas en lugar de elefantitos
orejudos.
Mi
tía se acercó a la cesta, la cogió en brazos y, descubriéndole la cara, me la
acercó para que la viese.
-
Se va a llamar Conchi, como tu madre y como la abuela – me dijo.
Me pareció feísima. La cara muy
chiquitita, sin apenas pelo y aún amoratada.
-
Anda, cógela con cuidadito – me
sugirió acercándomela.
No pude. Me salí corriendo a jugar a la
calle sin tostada ni nada, queriendo olvidarme…
Los
chicos ya no estaban jugando al “rescate”. Se habían sentado en corro, en la
esquina de la casa del señor Santiago, junto a los algarrobos y debajo de la
única bombilla existente en esa acera. Estaban enterados ya de que mi tía
Tomasa había tenido una niña. Aseguraron que, por ese motivo, iba a tener
“pelusa”. Ni sabía lo que era ni creía que fuese posible que yo tuviese eso.
Había
anochecido hacía un rato y ya comenzaban a llamarnos para que nos recogiéramos.
Antes de meternos en casa e instigado por mi curiosidad aún no satisfecha le
pregunté al “Titi” que era el mayor de los que estábamos en ese momento en el
grupo:
-
Oye, eso de la cigüeña ¿qué es?.
-
Eso es un cuento – me contestó-. Lo que pasa es que tu tía y tu tío han
“chingao” y cuando se “chinga” la mujer se queda preñada.
Nos dijimos hasta mañana y cada cual se
metió en su patio. Ahora lo entendía menos. Lo de la cigüeña no me lo creía y
lo del “chingao” no sabía qué era.
Cuando
entré a la casa, observé maliciosamente a mi tía y a Paco que, con la mano por
encima de los hombros de Tomasa, contemplaba absorto, pensando en no sé qué, a su hija. Me
dieron ganas de preguntarles si era cierto lo que me había contado “el Titi”,
pero no me atreví y preferí esperar a que mi duda se resolviese más adelante.
Frase del día:
"El léxico popular ha sido capaz, al menos en los 50 del siglo pasado, de describir elegantemente situaciones y procesos"
Frase del día:
"El léxico popular ha sido capaz, al menos en los 50 del siglo pasado, de describir elegantemente situaciones y procesos"
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