Hoy he escuchado en televisión la noticia de que con la actual crisis un porcentaje muy alto de la población española vive por debajo de los límites de la miseria. Me ha hecho recordar mi niñez que tiene que haber sido también la de todos cuantos nacimos en la década de los cuarenta.
Yo vivía en un suburbio y, en ese momento sucedían cosas similares a las que os trascribo. Son párrafos de uno de los capítulos de una novela que aún no he publicado y que se titulará "Sinfonía en Re...cuerdos de mi niñez".
En invierno, uno de
los problemas más acuciantes era el de conseguir combustible para los fogones y
braseros que permitían cocinar y caldear la casa.
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Con frecuencia mis vecinos de la casa de
enfrente se encontraban en la misma situación que nosotros. Eran esos momentos
en que aún no había llegado para la señora Luisa su pensión de viudedad ni para
sus nietos, Luis y la Rosi ,
el dinero que todos los meses les enviaba su padre. Y a nosotros nos pasaba, a
pesar de todos los que éramos en la casa, algo parecido. Aunque hubiera dinero,
la tía Milagros prefería guardarlo para otros menesteres y solía esperar que yo
subiera a la granja en que trabajaba mi madre para que me diera para carbón y
para mi manutención y limpieza. Mientras llegaba ese momento yo me iba también
con Luis y la Rosi
a rebuscar carbón.
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No
sabría explicar por qué fenómeno natural o humano el carbón se encontraba allí.
Lo cierto es que estaba desperdigado por los sembrados, ya segados y quemados
tras el otoño, y por las huertas desprovistas de cultivos y removidas por el
arado. Una de las mañanas que fuimos a rebuscar nos levantamos temprano. Para
mí era la primera vez. Nos abrigamos bien para soportar un frío negro que
helaba la respiración en un día de esos en que los canalones de los tejados
quedan cubiertos de carámbanos. Íbamos los tres – Luis,
Cruzamos
la vía del tranvía al llegar a la parada y, bajando un pequeño terraplén, nos
encontramos en el sembrado. Estaba inclinado orientado hacia el oeste. Los
terrones del barbecho resultaban duros por la escarcha de la noche anterior.
Nos dirigimos hacia la linde más baja del sembrado para comenzar a rebuscar
desde ahí e ir subiendo hacia la linde superior. Era lo lógico. Si se nos daba
bien, llegaríamos a la parte más alta con el cubo lleno y nos iba a ser mucho
más fácil bajarlo así hasta la parada del tranvía, cuesta abajo.
Estábamos sólos en el
sembrado. “El cojo” no se debía haber enterado de que habían arado, si no, ya
estaría allí. Ése era de los que salían a rebuscar casi todos los días. Si no
necesitaba carbón para su casa, no le importaba. Ya se lo vendería a algún
vecino.
Uno al lado del otro,
comenzamos a rebuscar por los tres surcos más cercanos a la linde inferior. La
tarea era monótona. Las manos, a pesar de los guantes de lana, se quedaban
ateridas. Posiblemente era mejor quitárselos y aguantar en las manos
directamente el frío, evitando así que nos salieran sabañones. Andábamos
despacito por el surco observando la tierra y removiéndola de cuando en cuando
con un gancho hecho con una varilla de hierro de los que usábamos en la casa
para remover las ascuas del fogón. Los dos hermanos eran bastante más avispados
que yo y, a la mitad del surco ya tenían cubierto con el carbón encontrado el
fondo de sus cubos mientras que, en el fondo del mío, apenas había cuatro o
cinco piedrecitas negruzcas que me hacían sentir endiabladamente inútil.
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Cuando acabó el
pitillo, que yo no volví a chupar por más que me insistía, comenzamos a bajar
por el camino hacia la parada. Había en ella un tranvía. Cuando reemprendió la
marcha hacia Ricote, pudimos ver al otro
lado de la vía, junto a las escaleras que permiten la bajada hasta el
puentecillo del arroyo, a la pareja de la Guardia Civil. No
podíamos darnos la vuelta. Los teníamos ahí, a un paso. Cruzamos la vía y
llegamos a su altura.
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Nos ordenaron que dejásemos los cubos en
el suelo y, con uno de los ganchos, revolvió el más joven el contenido de los
tres cubos. No sé qué pretendían encontrar. Puede ser que algún repollo que
hubiéramos robado de las huertas y que hubiéramos cubierto con el carbón. Pero,
sólo era carbón, nada más que carbón. Murmuraron y refunfuñaron entre ellos.
Tras la inspección, el más viejo advirtió:
-
¡Hala, para casa!, pero ¡ojo!, ¿Eh?, ¡ojo…!
Era algo bizco. Bajamos hacia el arroyo y
ellos se quedaron en la parada. Cuando ya estábamos cruzando el puentecillo, la Rosi , poniéndose bizca, gritó imprudentemente:
-
¡Hala, hala, para casa! pero… ¡ojo!, ¿eh?…¡ojito!, ¿eh?…¡ojeeeeete…!
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Frase del día:
"Nunca un tiempo pasado fué mejor"
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