jueves, 16 de febrero de 2012

Acariciando al sol poniente


La tarde del 1 de Enero del 2012 me fuí de caza con mi cámara a los montes del Pardo. 
No sabía si Diana me iba a ser propicia. No importaba. Entre los alicientes que me empujaban a salir había uno que superaba a todos los demás. 


Muchísimas veces hemos subido, mi familia y yo, a deleitarnos desde lo alto del Torreón con  los gamos que se acercaban a la valla situada frente a la iglesia del Cristo  para degustar algunos de los mendrugos de pan que les dábamos, pasándolos por los agujeros de las alambreras que separan el lugar de los aparcamientos,  del pinar que se extiende desde lo alto del monte hasta el valle que cruza el pueblo por el que discurre el Manzanares. 


Pero hoy iba a ser distinto. No iba a distraerme con los gamos. 


Iba a cumplir uno de los deseos que era la asignatura pendiente desde mi infancia. Había visto desde este enclave del monte muchos atardeceres anaranjados, rojos y cárdenos rindiendo el justo homenaje con esos colores al momento, algo brujo, de la retirada del sol allá a lo lejos, cerca de Las Rozas. Atardeceres con el sonido de fondo de la berrea de los ciervos que subía desde el valle, entre la niebla, agarrándose a las copas de las encinas. Atardeceres con llovizna sobre nuestras cabezas y atardeceres sin historias de color que poder contar. 


El de esta primera tarde de Enero del año 2012 fue diferente. Yo creo que el sol sabía que yo estaba allí y se detuvo en el horizonte más de lo acostumbrado para que pudiese jugar con él. Así lo hice. Casi se dejó acariciar. Quizás necesitaba de mi caricia pero a lo único que me atreví fué a rozarlo apenas con mis dedos, para que, egoísta de mí, pudiera guardarlo como una joya que calentara mis dedos tibios,  para siempre.



Frase del día:


"Si posees algo bello, compártelo con los demás".

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