lunes, 2 de abril de 2012

Relatos de África (IV): Buen viaje, amigo

(Resumido de mis Relatos de África -aún sin publicar-)


Parecía interminable. Aquella noche me pareció interminable.Había llegado una nota a todos los oficinistas de las distintas compañías de los Tabores que tenían su sede y su cuartel en el Grupo de Tiradores I. 

Fué hacia la media tarde. Hacía unos días que no tenía noticias de él. Es como si hubiera desaparecido. Como si su caminar pausado cruzando el patio de armas del acuartelamiento no sonara. Como si las polainas de sus botas de cuero negro ajustadas con hebillas de latón a la pantorrilla se hubieran enmudecido. Pregunté a los cabos furrieles de las otras compañías con oficinas cercanas a la mía: "¿Sabéis algo de...?". Nadie sabía nada. Todos respondían con el mismo gesto: levantando los hombros  y apretando los labios. 




Es cierto que de vez en cuando bajaba al hospital para tomar no sé qué medicina. Y parecía que no le iba mal, porque siempre que bajaba volvía a subir con el ánimo más vivo y con la misma esperanza en sus labios: "Creo que me mandan para la península...". No es que sólo fuera su gran ilusión; era su necesidad y su esperanza de curación. En el informe médico que presentó en sus alegaciones para que el tribunal médico le declarara inútil para la mili estaba bien especificada su enfermedad de leucemia, los cuidados que se requerían para el tratamiento y el estado avanzado de la misma. Los que no fueron capaces de verlo o volvieron la vista hacia otro lado en el momento de enrolarlo, quizás fueron los causantes de su fatal desenlace. Y fué esa tarde, esa misma tarde, cuando su cuerpo no aguantó más. 
La nota llegaba a mi poder con las más escuetas, frías, impersonales y crueles palabras que pueden atravesarte tus sentimientos y tu razonable ira: "El soldado de segunda XXX ha fallecido a las 15,07.".


Pertenecía a mi compañía y pensé qué podía hacer para rendirle ese póstumo homenaje que a mí me habría gustado recibir al fallecer tan lejos de mis familiares y de mis seres queridos. El comunicado seguía:"Mañana serán devueltos a su familia los restos por vía aérea a través  de la estafeta. La capilla ardiente se ha instalado en el Hospital Militar".


Dejé mi oficina bien cerrada advirtiéndole al chico de cuarto que no volvería hasta el amanecer. 
Bajé andando por la carretera que comunica el Grupo con la ciudad. Renegando de lo absurdamente correcto de la burocracia militar, llegué al hospital. 


En una pequeña habitación situada junto a la entrada del hospital, alumbrada por una bombilla con una tenue luz, yacía el cuerpo inerte de Santiago sobre una camilla de campaña cubierto con una sábana como sudario. En la habitación contigua, sentados sobre un banco de madera, le velaban un sargento y un teniente de nuestra compañía. Pronto dieron las doce y, presas del cansancio, se retiraron hacia sus residencias.  


Yo me quedé allí, con él, estableciendo el diálogo más profundo de recuerdos y silencios con los que un amigo puede despedir a otro amigo. También el cansancio se apoderó de mí y me acosté, arropándome con el tabardo, sobre otra camilla de campaña. En el profundo silencio de la noche las pocas horas hasta el amanecer se me hicieron eternas. El ronco sonido de los motores de la estafeta que aterrizaba me despertó. 




De mis labios se descolgaron sólo estas tres palabras: "¡Buen viaje, amigo!".

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