Viví en el final de los cuarenta del siglo pasado los primeros años de mi infancia.
Creo recordar que en esos años la vida no me privó de nada. Puedo presumir de haber comido todos los días, de merendar no mucho más que un trozo de pan y una onza de chocolate y de ayunar casi todas las noches en las que con un vasito de leche estabas listo para irte a la cama. Y es que no había para más. La ropa, que en otras familias se heredaba de los hermanos mayores, para mi era prácticamente siempre la misma. Al ser hijo único hasta mis trece años cumplidos mis ropas se reducían a unos pantalones para diario y otro para los días de fiesta y unas botas que servían tanto para los inviernos como para el resto de las estaciones del año.
Ya cerca de los años cincuenta, cuando contaba con cuatro y cinco años, se arregló algo la situación social de mi familia porque se consiguió un trabajo remunerado tanto en dinero como en especie y mi nutrición y mi vestimenta mejoró notablemente. También durante estos últimos años de los cuarenta superé, afortunadamente, una enfermedad que me tuvo postrado en una hamaca catorce meses con una escayola que me cubría la cintura y toda la pierna izquierda. Pero el tumor que me afectó a la cadera se disolvió con la inmovilización que me facilitó la escayola sin que me haya vuelto a resentir ni verme sumido, como se me diagnosticó, en una cojera progresiva motivada por el deterioro del crecimiento de mis extremidades inferiores. Cuando me quitaron la escayola me vi obligado a volver a aprender a andar. Fue interesante aprender a desplazarme con unas muletas y, poco a poco, conseguir desprenderme de ellas y andar y corretear de nuevo como antes de que se me produjera el tumor tras la caída provocada por el topetazo de un carnero de la vaquería de un vecino. La tenía tomada conmigo hasta que consiguió lo que siempre que me perseguía había querido conseguir: alcanzarme y darme un topetazo.